En febrero de 1980 me encontraba en Madrid para tratar de rematar mi tesis de licenciatura (entonces llamada tesina) sobre la narrativa de Francisco Umbral desde 1965 hasta 1980. Por entonces, Francisco Umbral no era apreciado como narrador. Era verdad que había publicado algunos libros que le habían puesto en el candelero de la narrativa actual de aquel momento al ganar en 1975 con Las ninfas el Premio Nadal o después de la publicación de La noche que llegué al café Gijón. No había tenido el éxito que ahora se le reivindica por Mortal y rosa, considerada la novela lírica más importante de la segunda mitad del siglo XX, dedicada a su hijo Francisco Pérez Suárez, “Pincho”, fallecido de leucemia con tan solo seis años. Sin embargo, ya digo, como novelista no era considerado entre los elegidos. Sí, en cambio, su periodismo, que lo catapultó a convertirlo en el periodista más importante de esa década. Su estilismo y su capacidad lingüística eran evidentes y se le reconocía ya como un gran creador. Fue entonces, en febrero de 1980, cuando tuve oportunidad de conocerlo y entrevistarlo durante dos horas en su casa y poder así finalizar mi trabajo que, todavía a día de hoy, se encuentra inédito, salvo lo escrito sobre Mortal y rosa que se publicó en la revista Poéticas.
Indico todo este exordio, que no tiene nada que ver directamente con Octavio Paz –aunque probablemente sí– para decir que fue por aquellos días de febrero de 1980 –diez años antes de que Paz consiguiera el Nobel de poesía– cuando tuve oportunidad de comprar en la librería Visor de Isaac Peral 18 el libro Poemas (1935-1975) de Octavio Paz, publicado por la misma editorial un año antes, en 1979, y adentrarme hace ya cuarenta y cinco años, en un autor fundamental de la poesía española del siglo XX. Un autor que, sin duda, ejerció una enorme influencia en un joven como yo, de veintidós años, que comenzaba a dar sus primeros pasos entonces tanto en el mundo de la creación ensayística como de la poética, narrativa y dramatúrgica, quizá porque el discurso poético debe ser contemplado siempre como único y los géneros son, al fin y al cabo, el vestido que le ponemos en cada momento, pues, todo, absolutamente todo, es literatura, palabra, emoción, reflexión y creación.
En este libro de Octavio Paz, Poemas (1935-1975), el insólito escritor mexicano hacía una “Advertencia” para futuros lectores y navegantes sobre el concepto de obra completa y la revisión de esta, y consideraba entre sus múltiples reflexiones que “los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables” (p. 11). Como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y tantos otros, Paz revisaba una y otra vez sus poemas hasta el punto de que “a sabiendas de la inutilidad de mis esfuerzos, he corregido una y otra vez mis poemas. Homenajes a la muerte del muerto que seré” (p. 11). Algo que siempre llevó a cabo desde que en 1933 publicara sus primeras plaquettes e iniciara en 1949 su primera obra, Libertad bajo palabra.
Su lírica ha seguido siempre una trayectoria creativa donde lo ensayístico, lo narrativo e incluso lo teatral han tenido una papel esencial en la búsqueda de la naturaleza de la conciencia del yo poético y su razón de ser como individuo, en una línea que nos recuerda y muy mucho la esencialidad poética de la poesía romántica alemana, anclada en la búsqueda de lo identitario y el ser, luego profundizado por Heidegger y su respuesta al ser y el tiempo, si bien con la personal percepción de lo oriental aunado con lo occidental en su obra.
Como muestran estos poemas, en Octavio Paz se concierta la modernidad pero también la tradición en una suerte de aleación donde está presente no ya el Quinquecento español y su tradición mística sino también el surrealismo y, como decimos, el existencialismo, que lo conducirá por esa dimensión metafísica de la que se ha dotado su poesía emotiva que busca transcender la realidad y el pensar poéticamente como nos recuerda en El arco y la lira.
En este libro de 1979, que recogía los poemas seleccionados por él –desechando otros que luego recuperaría en otras ediciones posteriores–, reunía su obra poética “completa” (¿?) ajustándose a las fechas de composición de sus poemas, con tres secciones en prosa ¿Aguila o Sol?, La Hija de Rapaccini y El Mono Gramático con esas simbiosis entre la prosa y el verso (siendo La Hija de Rapaccini más centrada en lo teatral), Arenas Movedizas cercana al cuento o relato y El Mono Gramático al ensayo. A ellas se unían poemas de Libertad bajo palabra (1935-1957), Días hábiles (2958-1961), Homenaje y profanaciones (1960), Salamandra (1958-1961), Solo a dos voces (1961), Ladera Este (1962-1968), Hacia el comienzo (1964-1968), Blanco (1966), Topoemas (1968), Vuelta (1969-1975) y Pasado en claro (1974).
Dicha “Advertencia” evocaba la importancia que poseen los elementos tipográficos en su obra y el uso de los signos de puntuación o su ausencia: “Casi siempre los versos comienzan en minúscula, salvo al principiar el poema y después de punto, pero en una sección todas las líneas comienzan con mayúscula. Asimismo, en muchos poemas la puntuación desaparece. ¿Cómo justificar estos usos? La verdad es que son injustificables. ¿Lo es la poesía? Su justificación se llama poema, un objeto que es el producto de una práctica y no la consecuencia de un sistema. La puntuación no es un asunto de principios sino de resultados. Rocé el tema de la puntuación porque es un aspecto de los cambios de mi poesía” (pp. 12-13).
Una lírica que bucea en los universales, el amor y el erotismo como elementos trascendentes y el lenguaje como absoluta revelación con el esparcimiento que le permite todo tipo de recursos basados en los símbolos de tradición francesa y la imagen. Pero también hay en Paz una actitud profundamente crítica ante la realidad de su tiempo y la rigidez de los dogmas que, con su absoluta libertad, trató siempre de soslayar conducido por un ideario abierto al mundo y las culturas diversas que lo llevaron desde Oriente a Occidente y viceversa, con el fundamental emblema de la cultura mexicana y la historia de su país, muy presente en El laberinto de la soledad.
Hoy queremos adentrarnos en su obra Salamandra (1962), cuyos poemas fueron escritos entre 1958 y 1961 durante la estancia de Paz en París. Publicada tras su paso por Oriente y después de haber realizado estudios sobre hinduismo y budismo, y en un momento clave de ruptura política y personal. El título de Salamandra alude a este animal mitológico que simboliza la resistencia, la transformación y la purificación, y va adentrándose en el deseo, la purgación y el vacío.
Es una de sus grandes obras, singular, compleja, rica, que nos habla de su mundo interior, sus estados del alma en relación con el mundo, con el tiempo, con el espacio, y la influencia que estos ejercen sobre el desarrollo del ser que se debate, ama o sufre, se ilumina o se oscurece, con un lenguaje plenamente inmerso en los movimientos surrealistas unas veces, otras en el futurismo, o en la exuberancia metafórica e innovadora.
El yo lírico es como si estuviera en un permanente estado de efervescencia, ardiendo y renaciendo de sus cenizas, lejos de la linealidad de lo temporal, de modo que lo pasado y futuro se encuentran de un modo budista en el presente, en un lenguaje atemporal que nos advierte de un yo poético que fluctúa en sus contradicciones, en sus paradojas, fluyendo y observándose a un tiempo, como si ese viaje interior y exterior mostrara no ya el desvanecimiento sino la reconstrucción personal, en una especie de unión y revelación de influencia tántrica.
Un ser humano que nace en su fugacidad, que crece en su concepción lumínica con su presencia de ser que busca una y otra vez el sentido de su existencia, el sentido del vacío y cómo se puede uno ir construyendo o disolviéndose en esa llama espiritual en un tiempo eterna y fugaz.
Como bien desarrolla el tantrismo, que abraza Paz, la idea de lo absoluto se encuentra en lo corporal, somos un microcosmos revelador de ese macrocosmos que se halla fuera, ese absoluto está también en lo sensual, en lo cotidiano. De ahí que Paz se aferre una y otra vez a este, lo abrace y se halle preso del camino de iluminación canalizado a través de la erótica del conocimiento, de ese ser que se analiza y es invadido por la revelación mística, la fusión con lo otro, con el otro, con el todo, integrando las dualidades tan presentes siempre en su obra, que se fecundan al mismo tiempo sin excluirse.
Así, el tiempo es un instante, una hora, pero es también la eternidad, y la poesía se acaba convirtiendo en un ritual, una forma de abrir el ser a lo absoluto. De este modo el surrealismo, la vanguardia, deja su espacio a la mera creación y con la fusión de este orientalismo metafísico se hace uno, singular y originario. Se trata, pues, de una de sus obras más emblemáticas publicada en su momento por la editorial Joaquín Mortiz en México. Los surrealistas Peret y Breton estarán muy presentes en ella, pero también la filosofía zen y la mitología prehispánica.
La edición de Visor reunía veinticinco poemas:
- “Noche en claro” está dedicado precisamente a los surrealistas franceses citados. Es un poema de corte narrativo-descriptivo que nace en el contexto parisino con la historia de dos jóvenes presidida por el amor. Ya desde el inicio, “A las diez de la noche en el Café de Inglaterra”. El Café d´Anglaterre existió en la zona del Boulevard des Italiens, muy popular en los siglos XIX y principios del XX, frecuentado por latinoamericanos, artistas, escritores y exiliados políticos, aunque en la época que Paz vivió en París ya había pasado su época dorada y eventualmente cerró. En este café se hallaban tres personas (entendemos que los dos jóvenes a los que aludirá y el propio poeta). Paz nos contextualiza ese momento a través de una lenguaje muy cercano a la narrativa donde nos advierte del “paso húmedo del otoño” y el penetrar del bosque hacia la ciudad. Se adentra por una descripción donde los recursos al paisaje que envuelve la niebla nos integran en ese otoño que se va adueñando de los intersticios de la ciudad de la luz: “Las gentes caminaban por la gran avenida/ algunos con gesto furtivo se arrancaban el rostro”.
Todo un acercamiento a ese espíritu surrealista del que está invadido el texto arrancándose el rostro. Junto a esas gentes que caminan por la gran avenida, “una prostituta bella como una papisa”, pero también la puerta que se cierra cinematográficamente tras ella. Existe como un espacio que se dibuja certeramente, como si se tratara de una imagen que el cinematógrafo va creando con pericia ante esa puerta que se presenta ante nosotros: “Todo es puerta/ basta la leve presión de un pensamiento/ Algo se prepara dijo uno entre nosotros”.
Es un misterio el que se abre para el lector, mientras los vivos conviven con los vivos y con los muertos, que también están vivos, en una danza de huesos dispersados por el viento, “racimos que caen entre las piernas de la noche”. Una humanización de una realidad que se va mostrando con los ojos del poeta que se adentra en la realidad cotidiana pero la trasciende con sus imágenes. Es una ciudad que se abre con los símiles del corazón, o el higo, o la flor “que es fruto/ más deseo que encarnación”. En un periodo de miedos, de susurros y mutilaciones, donde, “en lugar de ojos/ abominación de espejos cegados”. Hay un mundo sin rostro, sin identidad, donde nadie parecía ser quien era, un mundo donde nada pasaba “sino el tiempo”. El poeta se siente anclado en un momento de su historia que se detiene hasta que la pareja de adolescentes surge de pronto, rauda, en medio de este mundo de niebla y somnolencia: él, rubio, “«venablo de Cupido», gorra gris gorrión callejero y valiente” (p. 350) y ella, “pequeña, pecosa pelirroja/ manzana sobre una mesa de pobres/ pálida rama en un patio de invierno”. Con varios adjetivos define una presencia precisa de estos dos jóvenes en el magma de la oscuridad, de esta claridad en la noche, a través de la sensación de la suspensión y de la presencia, como si se tratara de tiempo detenido.
Son dos jóvenes salvajes, “gatos salvajes”, ariscos, espinosos como flores y de nuevo la imagen precisa a través de la que Paz construye una versión muy realista, aunque aspire a lo simbólico, en la que la mano del muchacho surge sobre el abrigo de ella. Es el amor el que lo preside todo, “en cada dedo ardiendo como astros”. Y esa mano se dibuja en el poema, como símbolo de la unidad sensual en los sueños y el palpitar de la vida: “Mano que das el sueño y das la resurrección” (p. 351).
Seguimos así el recorrido de estos jóvenes. Su aventura personal a lo largo del río, del puente, abrazándose para juntarse de nuevo. Toda una historia de amor mientras la noche se abre. Sabemos que son amigos del poeta y que se alejan mientras “llevo sus palabras como un tesoro ardiendo” (p. 352). En un recorrido anual de estaciones y sangre donde se pierden todas las batallas pero se gana la de la Poesía.
El yo poético exalta la ciudad y la humaniza como si se tratara de una mujer, “bella como el motín de los pobres/ tu frente delira pero en tus ojos bebo cordura” (p. 352). Es una poesía para sentir la sensualidad de este cuerpo de ciudad que se nos ofrece con su lengua de lluvia y sus palabras de piedra. Y es todo el cuerpo risa, pelo, vientre y pleamar. Una exaltación total, vital con un “sexo innombrable” y una Belleza no legible. Y siempre el juego de los contrarios y la paradoja de su presencia replegada en sí misma, en lo invisible y visible, como una estrella que luce en la sombra, “Ciudad Mujer Presencia” al final del tiempo y al principio de este, en un juego que va y viene, que crea y destruye.
- Andando por la luz. Es un camino por ella, la luz, un encuentro luminoso con el día a través de un proceso mitificado donde este se muestra sublime, ligero. Hay un vocativo identificado con alguien humano que camina al mismo tiempo que el día se abre paso, “altos senos/ entre árboles” mientras el cielo inventa nubes y el sol del día sale a ese encuentro súbito. Una lírica que afluye con rotunda luminiscencia.
- Paisaje pasional. A partir de la metáfora “el pico del ave solar”, el corazón se adentra en el mundo simbólicamente, a través de una serie de metáforas engarzadas en su propia autonomía que nos despiertan al “corazón del espacio”, al mismo tiempo “fruto de piedra” y “fruto del espacio”, en un recorrido por un tiempo negro y morado, por un espacio hendido, lleno de “cicatrices de sal”.
Es una imagen con enorme fortaleza que nos habla de su mundo interior, que quiere definirlo con poderosas imágenes que dialogan de astros iracundos y coloquios con la nieve. Todo ello para mostrar la fortaleza de su huella en la tierra, de su incendio personal. Alude también a una serie de países asociados a símiles como el “león dormido”, el “festín en llamas”. Es una poesía para descubrir no solo su movimiento por el espacio y el tiempo sino la sensación de su ser en contacto con él. Quietud y movimiento a un tiempo, como principios paradójicos de la pulsación del ser que habita en él, a la espera del simbólico huracán que avanza, el huracán “plantado en el centro de su alma”, que todo lo destruye pero al mismo tiempo todo vuelve a reverdecer a la luz.
- Apremio. El tiempo augural es también motivo de gran fortaleza en su lírica. Un tiempo que corre pero a la vez avanza lentamente, en su sangre –“se despeña”– y a la vez crea y destruye, progresa y desanda, “esculpe y se desvanece”. Esas horas que te hurtan y te alzan o destruyen, a un ser que prospera con fortaleza como “pan para su hambre o un corazón”. Es un tiempo, una hora, que actúa sobre ese ser que pena, una hora que es la metáfora perfecta de la ceniza y el azogue en un combate sin reposo, como una herida que se enquista en su ser que se agazapa y lo va progresivamente horadando. Ese tiempo que pasa y no pasa, ese tiempo breve y paradójicamente inmenso.
- Un día de tantos. De nuevo ante el sol que renace un cuerpo sin peso, que a veces se encuentra perdido en esa hora de luminosidad en la que futuristamente hasta “los automóviles tienen nostalgia de hierba”. Una lírica para contemplar el mundo con los ojos que idolatran el cielo y su luz: “Yo estoy solo frente al sol”. Un ser para el vuelo, ajeno a la máquina, contemplativo que escribe “sin descanso la misma ardiente sílaba”. Mientras la noche avanza y “el sol incendia las presencias” en ese juego de antítesis reveladoras que tanto iluminan.
- Cosante. Su título nos advierte de la composición lírica gallego-portuguesa y española formada por una serie de pareados, entre los que repite un estribillo, en el que cada uno recoge parte del sentido del anterior y añade un nuevo concepto. En este poema el yo poético parte del simbólico ruiseñor, asociado a la libertad creadora, a la belleza, a la pasión…, pero también a la muerte y la transfiguración, ya que su canto puede verse como un lamento, el canto del cisne. En Keats era el símbolo de la transitoriedad y belleza de la vida, en Shakespeare era la pasión y en el romanticismo la libertad y la naturaleza. Aquí lo encontramos humanizado, “con la lengua cortada”, es un ruiseñor que simboliza la pena, el dolor, con su plumaje ensangrentado frente a la muralla, perseguido, detenido, sin apenas poder emitir sonido alguno, a pesar de estar con agua en la garganta y con alas, a pesar de ser en sí lo único que puede ser, canto, luz; pero es un ruiseñor detenido, inmóvil, con el reiterado estribillo de la “lengua cortada canta sangre sobre la piedra”.
- Lámpara. De nuevo la luz lo invade todo. Pero no hay solo luz, la noche es reveladora y llega con su pena de nuevo, una pena que todo lo invade también, “la pena de fuego amargo”, que, al mismo tiempo contrasta con el “agua dulce” con la claridad de los latidos del corazón. El canto y el silencio a un tiempo, la sed y la luz, la sangre y la espera. Todo un conjunto de signos reveladores de la vida y la muerte, del dolor y la alegría, de la vitalidad y el sufrimiento.
- Garabato. El yo poético quiere pintar su mundo, con su gis –la barra de yeso mate y greda para dibujar en los lienzos y para escribir en los encerados–, pero es un gis roto, que dibuja tu nombre, “en la pared de nadie”. Existe una imposibilidad del ser que se muestra dolorido en su evanescencia, ante ese muro de la existencia, sin saber, sin ser, sin que el gis el clarión, sepa adentrarse en su nombre.
- Movimiento. Asume el contraste entre el yo y el tú en un conjunto de enumeraciones que pretenden definirlos metafóricamente. Tú: yegua, nevada, torre, marea, cesta, altar, tierra, salto, boca, bosque, ciudad, montaña; frente al yo: camino de sangre, clavo ardiendo, grito, cuchillo del sol, mano sacrílega, caña verde, fuego enterrado, boca del musgo, hacha, lluvia, brazos rojos del liquen, camino de sangre. Todo un recorrido plural y rico que nos advierte de la dualidad ante ese tú integrado en plena naturaleza y el yo que usa su fuego, su fuerza, sus instrumentos cortantes para conducirnos hacia la sangre y el dolor. Un poema que expresa el constante movimiento en el que el ser se debate y avanza o retrocede, porque no siempre el movimiento es hacia delante. Para Paz el tiempo es un continuo devenir. Nada es estático. Así aparece este dinamismo en obras como Piedra de sol, un poema circular, como este poema “Movimiento”, que comienza con un yo en el camino de sangre y finaliza igualmente. Así dirá Paz en Piedra de sol: “un sol donde mi cuerpo y mi alma nacen”. El movimiento busca la transformación del ser porque la identidad es algo mutable siempre en continua transformación. En cierto modo, podemos expresar, lo expresa él, la dialéctica del movimiento en su lucha de contrarios que en lugar de destruir crean: luz/oscuridad; ser/no ser…, y de este “movimiento” surge el todo.
- Palpar. Palpar es tocar con las manos una cosa para reconocerla, para percibirla. En este poema son las manos las que palpan “las cortinas de tu ser”. ¿Y por qué esta metáfora donde la sinécdoque se fortalece? No nos habla de abrir el ser, sino las cortinas del ser. La cortina como algo móvil, que se agita con el viento, que no es lo profundo, sino lo aleatorio. Son manos que lo crean todo con el tacto, que lo descubren, que lo inventan de nuevo. Porque al fin y al cabo cada ser tiene su propio sentido del tacto y este genera su propia esencia creadora.
- Duración. Está precedido por una cita de I Ching, el Libro de las Mutaciones, antiguo texto chino que se utiliza como oráculo y herramienta para la reflexión y la toma de decisiones (texto sagrado de la dinastía Zhou, 1046-256 a. C., su propósito era servir de manual de adivinación y toma de decisiones). Estas palabras son: “Truenos y viento: duración”. Se trata de un hexagrama (de los 64 que componen el libro) que puede sugerir que en el momento actual se requiere perseverancia, en un período en que las cosas están cambiando en una nueva dirección, pero es necesario mantener la calma y estabilidad, y no rendirse ante los obstáculos, adaptándose como el viento y el trueno.
Hecha esta advertencia, el poema abre con la negrura en el cielo, casi como un mal augurio mientras el gallo entona su amanecida, y el agua surge y el viento se levanta. El yo poético duerme en la lluvia, el viento y el fuego, los olores surgen de nuevo y en ese nacimiento a la vida, a la luz, al ruido del mundo (al trueno), se entra en el juego de contrastes, dormir en la sangre (de nuevo, una vez más), y despertar en la frente, en el pensamiento, a través de esta sinécdoque reveladora y a la vez hablando y respondiendo, hablando el lenguaje de la piedra y respondiendo monosílabos verdes, el lenguaje de la nieve y la abanico de las abejas… Todo un conjunto de símbolos que nos definen vitalmente, que permiten crear la identidad del ser, su lenguaje de agua, de sangre pero también su propia luz, su propia elevación en la “torre de pájaros”.
- Rotación. El concepto de rotación en la cultura budista e hindú nos sugiere el ciclo de Nacimiento, muerte y renacimiento, “samsara”, que impulsa la ley del karma, ley que clarifica que las acciones de una vida afectan al destino de la próxima. Un ciclo, una rotación que se repite una y otra vez hasta la liberación. En este breve poema hay una inmovilidad del “eje”, pero todo va cambiando y rotando sobre sí, el sol nos viste y nos desnuda a un tiempo, el día y la noche nos acunan, la noche se desprende del día en ese constante movimiento en el que “Nunca eres la misma/ acabas siempre de llegar/ estás aquí desde el principio”.
- Temporal. Toda una descripción del ser acunado por el viento y la tempestad es este poema desde la “montaña negra” inicial, desde la que el ser avanza y el viento lo arrastra, descuaja, arrasa, dispersa… Se halla preso de su vorágine en movimiento, de su temporalidad, de los torrentes y los delirios, encerrado en el bosque y siempre dormido en la noche.
- El puente. Lo que une es el puente, que nos delimita la identidad: “Entre yo soy y tú eres,/ la palabra puente”. Una dimensión para conocerse, para la búsqueda de lo identidad, como si buscáramos la unidad de un anillo que se cierra en su ser.
- Vaivén. Es el movimiento alternativo del cuerpo que después de recorrer una línea vuelve a describirla en sentido contrario. Así se percibe el yo poético en las horas sombrías de la noche, en la tiniebla de la ignorancia, mientras con “orgullo de árbol / plantado en pleno torbellino”. Se hace uno con la naturaleza, abandonado a su suerte, arrojado a su lecho, buscando su antigua desnudez. Es una caída en lo desconocido de un cuerpo que se sostiene en las olas y en los bosques, en constante movimiento yendo y viniendo entre el día, cuerpo que se despliega o se repliega, como un corazón o un escorpión que se clava. Hay un ser que palpita y hace que lleva la lámpara como guía y la balanza, y atraviesa la muerte hablando o callando, sin saber ciertamente hacia dónde camina, a veces detenido, otras en movimiento, en la eternidad del instante, en el mediodía permanente. El sujeto es algo inestable en su constante desplazamiento entre opuestos, en sus idas y venidas, una dinámica vital que impulsa el pensamiento de la existencia, como en Piedra de sol, con su vaivén temporal, aunando a un tiempo la revelación y la pérdida, la apertura y el cierre en un movimiento dialéctico pleno.
- Complementarios. La complementariedad del otro yo que se busca a sí, tanto el sentido luminoso del ascenso hacia ese simbólico monte como la barca que zozobra o se guía hacia la muerte, “en mitad de la noche perdida”. Un concepto muy querido para el barroco en esta consunción de la vida y el ascenso a la finitud para volver de nuevo una y otra vez.
- Agua y viento. En su complementariedad de nuevo el camino en mitad del bosque presto, “con olor a semen”, en la negritud de la noche y el fuego siendo pasto también del mar que en su grito lo desgarra y alimenta su queja, su muerte, su resurrección. Porque siempre es así la existencia y su regreso tras la muerte, en ese bosque carbonizado donde el sol brilla con su hacha.
- Interior. En este poema aborda la metaescritura mientras el pensamiento está en guerra y la mano piensa en voz alta: “En la hoja en que escribo/ van y vienen los seres que veo”.
- A través. Hay un vocativo con el que se entra en un sensual reclamo: “Entro en ti”. Una entrada en lo oscuro, en la noche, “sobre la punta de tus senos”. Una percepción de la sensualidad que significa una apertura al otro, al mundo de los sentidos, sabiendo que el cuerpo no es solo materia sino revelación y camino. En Paz el erotismo es un acto de conocimiento y trascendencia, el cuerpo como lenguaje. Los senos, los ojos, la lengua, las arterias… son partes de esta identidad del encuentro, del “pensamiento en blanco”.
- Pares y nones. Una exaltación de la palabra que saluda al día, mientras contempla las ojeras de la amada, su garganta, en el agua que guarda el secreto del mundo: “Tus dos pechos entre mis manos/ agua otra vez despeñada”.
- Ústica. Este nombre describe un islote en el mar de Sicilia. Fue un cementerio sarraceno. El sol surge como símbolo perpetuo en la isla donde se haya como petrificado. Describe sus noches, se centra en la hora, en el cuerpo oscuro, en la rosa de las profundidades y en las rocas, y en este entorno casi mágico el encuentro entre el yo y el tú: “Tú estás a mi costado./ Tus pensamientos son negros y dorados”. Y el yo que observa, que contempla el abismo, a un tiempo osario y paraíso, sobre la tierra de los muertos.
- Discor. Es la complejidad de un mundo que nace en el susurro y un largo suspiro para ir paso a paso hasta el conocimiento, el reconocimiento de la propia identidad, en un “espejo llagado y llaga perpetua”. Cerca del abismo el cuerpo de yerba, de plata, con la sangre siempre como emblema y el rostro desnudo, a la espera de un tiempo desnudo y presos del vértigo y el pánico, con la necesidad del reconocimiento en ese espejo perpetuo que nos define y nos alimenta, en una espiral que va y viene, que nos crea y nos difumina en la noche.
- Alba última. En esta alba última los cabellos y los pies de la amada dormitando en la noche. En el ser que somos mientras el río va y regresa como en un eterno reencuentro.
- Ida y vuelta. El ser en noviembre y en la indecisión del momento, en tanto el yo poético está vivo y busca la vida. Un ser en estado permanentemente febril que ve fantasmas, que se alimenta de sangre y sueños, vivo y al mismo tiempo buscando la muerte.
- Salamandra. Es el título del libro y de este poema que simboliza la resistencia, como decíamos. Es una animal que vive en el fuego, ¿el fuego de la existencia?, sin quemarse. Como el ser humano en el fuego de la pasión y eros, eros y tánatos, siempre. El ser en medio del caos y la destrucción, como animal fronterizo, anfibio que habita el tránsito y lo purifica a través del fuego. En este poema, el más extenso del libro, Paz toma este símbolo de poder, un símbolo telúrico que nos llega con su armadura de fuego, impasible a la tortura, como fuego pero también como su antídoto, en una serie de enumeraciones que la definen como “garra amarilla/ roja escritura”, al tiempo que estrella caída o sepultada, niña perdida, grano de energía. En todos estos elementos se concierta y se define pero también como sol, herida o fuente, hija del fuego y sangre en sus diversas variantes: condensada, sublimada, evaporada.
Es al tiempo llama y humo, plegaria y alabanza, incendio y morada, animal taciturno y paño de lágrimas. Todo un corolario que nos anima y nos embelesa en sus constantes surgimientos y muertes, como un bicho negro y raro, brillante, que produce escalofrío y a la vez es heraldo devorador que anima al movimiento. Y en este recorrido el comienzo del día en la sangre, el surgimiento de Xólotl, que en la obra de Paz es profundo y cargado de simbolismo mítico, pues es una figura de la mitología náhuatl recuperada por el premio Nobel en su obra El mono gramático y en otros textos como elemento esencial para entender la dualidad, la metamorfosis y la raíz mesoamericana de su pensamiento. Es el dios del atardecer, el fuego, los gemelos y las transformaciones, el guía de los muertos, siempre ambivalente y protector. Y, como dice Paz, en el poema, “se niega a consumirse”, andando por el mundo, siempre en movimiento, como un perro guía, penitente y larva, Señor de la Aurora. Y la salamandra con su lámpara de luna y su llama negra. Ella luz y oscuridad, como una “granada que se abre cada noche”. Como un todo que define y nos concita en su tierra y agua, en su piedra, en su lumbre llameante como un lagarto que se esculpe en la llama: “El fuego es su pasión es su paciencia/ SalamadreAguamadre”.
En definitiva, una obra de enorme riqueza y variedad formal, metafórica, simbólica, surrealista, que refleja su visión existencial y su referencialidad con el pensamiento oriental en poemas fragmentarios, con una importante presencia de la metáfora, la sinécdoque, los elementos simbólicos, la paradoja, las antítesis y los símiles. Una poesía suculenta, culta, que nos habla de la dualidad de la creación y la destrucción, pero también de eros y tánatos, del ser y su no ser, de la existencia y su destrucción, en un elemento duplicidad que conforma todo el poemario que explora la idea del tiempo y su inmanencia a la vez que lo cuestiona como algo ilusorio, siendo la naturaleza el espacio del que se alimenta y donde haya su panteísmo propio, su propia mística personal que dialoga con la tradición y la modernidad. Un viaje también para la resistencia y la transformación.