OCTAVIO PAZ Y EL CANTO DE SIRENAS DEL MARXISMO

Raquel Forner. Monstre spatial avec des mutants. Litografía s/papel - 40/50. 1975. 50×65. Colección Museos Ralli. www.museoralli.es

1. La gran seducción

Octavio Paz (1914-1998) es uno de los grandes intelectuales en lengua española en el siglo XX. A su condición de gran poeta, de escritor creativo, une su labor de reflexión sobre fenómenos estéticos, sociales, políticos. Reflexión aguda, penetrante, lúcida; acompañada (esto es fundamental) de una dimensión ética insobornable, que es una de las marcas distintivas del verdadero intelectual. La reciente historia ha demostrado lo fácil que es que el intelectual se ponga al servicio de intereses espurios y parciales, que no responden al bien común. Es fácil que el intelectual se venda por el plato de lentejas de una subvención, de proyección pública, de presencia en los medios. Es fácil que el intelectual se convierta en un peón del poder; poder que presenta múltiples caras -ideológica, económica, religiosa, mediática-, pero que al fin tiende a concentrarse. En este tema mayor de la relación entre el intelectual y el poder, uno de los más importantes capítulos, que sigue abierto, es la relación entre el intelectual y el marxismo.

Es un tema que ha recibido mucha atención por parte de estudiosos y críticos. En 1955, en un momento álgido de la Guerra Fría, el sociólogo y politólogo francés Raymond Aron, uno de los referentes del liberalismo en el siglo XX, publica su obra hoy ya clásica, El opio de los intelectuales. En ella intenta indagar en un fenómeno inquietante y que puede suponer una clave para explicar nuestro tiempo: la extraña fascinación que el marxismo y su aplicación práctica, el comunismo, provoca en el mundo del pensamiento. Fascinación que tiene un aspecto incluso misterioso. ¿Cómo mentes tan brillantes, intelectuales tan rigurosos y artistas tan geniales podían sucumbir a esta tentación, mientras la realidad mostraba los atroces resultados del sistema, que afectaban a millones de seres humanos?  Si Aron habló, parafraseando al mismo Marx, del “opio”, se podría también recordar aquel canto de las sirenas que amenazaron a la tripulación de Ulises, aquel canto enervante que parecía sumir a los oyentes en el éxtasis, pero que terminaba produciéndoles la muerte.

El fenómeno puede matizarse o discutirse, pero es evidente que esta gran fascinación se produjo y que el bello canto (con notas tan biensonantes: justicia, igualdad, antiimperialismo, libertad) llegó a muchos. Tuvo un importante aspecto cualitativo (algunos de los seducidos son nombres egregios), pero sobre todo cuantitativo. Hay una gran cantidad de intelectuales que se sitúan en este bando; tanto es así, que los críticos se convierten en rara avis, en nadadores a contracorriente. Jean François Revel reconoce que son pocos los que se salvan de esta quema y, entre ellos, cita a Paz: “los intelectuales cuyo antifascismo, antes o después de la guerra, fue auténtico, es decir, que no consintió en reemplazar un totalitarismo por otro: André Gide, George Orwell, André Bretón, François Mauriac, Albert Camus, Raymond Aron, Octavio Paz, Vargas Llosa, Carlos Rangel. Pero no son muy abundantes y no podría decirse que sus colegas se condujeron siempre con una perfecta elegancia con ellos”[1]. En ocasiones, no sólo faltó la elegancia, sino la más elemental decencia. Un ejemplo conocido fue el de la visita que realiza a España, en marzo de 1976, el escritor soviético exiliado Aleksandr Solzhenitsyn, que pocos años antes había recibido el Premio Nobel de Literatura.

En una entrevista televisada con el famoso presentador José María Íñigo, realiza unas interesantes y polémicas declaraciones, comparando el régimen totalitario de la URRSS, que él conocía en primera persona, con un régimen español, autoritario, pero ya en esa época, después de la muerte de Franco, bastante abierto. Solzhenitsyn, que había oído hablar de la dictadura franquista seguramente en términos muy duros, se sorprendía, por ejemplo, de que en España se pudiera leer prensa extranjera o que existiera la libertad de desplazamiento y domicilio de los ciudadanos, cosas impensables en la URRSS. El escándalo que provocó entre la progresía hispana fue grande y recibió acusaciones y reproches de todo tipo. Juan Benet, uno de los novelistas españoles más renovadores de su tiempo, escribió en la revista Cuadernos para el Diálogo (27 de marzo de 1976), quizá el medio de difusión más importante que tenía el espíritu aperturista y democrático en España en aquellos años, estas palabras: “Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Aleksandr Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Aleksandr Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle”. Estas declaraciones -de las que no se retractó, sino en las que se afirmó más tarde en declaraciones al diario El País– muestran una vileza moral que, como se ha demostrado a lo largo de la historia, es perfectamente compatible con el talento literario. Octavio Paz reconoce con humildad, virtud extraña entre los intelectuales, esta extraña seducción, en la que él mismo se incluye: “Casi todos los escritores de Occidente y de América Latina, en un momento u otro de nuestras vidas, a veces por un impulso generoso aunque ignorante, otras por debilidad frente a la presión del medio intelectual y otras simplemente por ´estar a la moda`, hemos sufrido la seducción del leninismo”[2].

2. La II República española y la guerra civil

Paz no era, ciertamente, un conservador, un tradicionalista o un intelectual confesional; fue, con matices, lo que entendemos por un “progresista”, aunque este término se ha usado con tanta profusión y confusión, que con frecuencia oscurece más que aclara. Un buen criterio para separar a los intelectuales de la diestra y la siniestra, a partir de los años 30, fue su toma de posición con respecto a la II República española y la guerra civil. Pocos mantuvieron una actitud equidistante ante estos impactantes acontecimientos históricos. En el caso de Paz, es claro y sin matices su apoyo al bando republicano. El 19 de julio de 1951, en París, en un acto organizado por exiliados republicanos, pronuncia un importante discurso[3], donde deja clara su postura en este conflicto. Recuerda aquel abril de 1931, cuyo XX aniversario se cumplía, y el extraordinario entusiasmo que produjo en el entonces joven de 17 años aquel cambió de régimen. Paz muestra una visión idealista de la República española. Las fuerzas republicanas representan lo bueno, lo nuevo; frente a lo caduco del régimen anterior: “de un lado, el viejo mundo de la violencia y la mentira (…) de otro, un rostro de hombre, alucinante a fuerza de esculpido en verdad, un pecho desnudo y sin insignias”[4].

Aquella convulsión histórica es, para él, el fruto de un movimiento social espontáneo. El pueblo, y no los partidos o facciones u organizaciones, “el pueblo sin jefes”, es el protagonista de este acontecimiento, en una dinámica en la que los partidos, las organizaciones sindicales e incluso el gobierno, se ven desbordadas. “El gobierno no tenía nada que oponer a sus enemigos”[5]; es la masa popular quien toma la iniciativa en la contienda. Me parece evidente que esta visión supone la simplificación de un fenómeno complejo y que esta valoración que hace Paz de la espontaneidad popular supuso una pérdida de control de los resortes del poder del gobierno de la República y, a la postre, una de las causas principales de su derrota. Pero no entro en detalles de este tema, que merece atención aparte[6]; sólo me interesa señalar que la crítica de Paz no viene de un hombre conservador, sino de un intelectual progresista, que no tiene inconveniente en ponerse enfrente de los que se supone que están en su propio terreno: Amicus Plato, sed magis amica veritas. 

3. El Gulag, la gran prueba

Hay, como se ha dicho, un arraigado estado de opinión entre la intelectualidad occidental sobre la bondad del comunismo. Sin embargo, a partir de cierto momento, aproximadamente los años 50, comienzan a salir a la luz algunos disidentes de este discurso oficial. Hay un punto de inflexión en el discurso de Jrushchov al XX Congreso del Partido Comunista soviético (1956). Parecía que podía abrirse una nueva era de apertura después de la etapa stalinista. En este clima de crítica, revisionismo y cierta apertura, sin duda el hecho que alcanzó mayor difusión internacional fue la aparición, después de unas peripecias casi novelescas, de Archipiélago Gulag, publicada en París en 1973, pero escrito en los años 50. También, en Francia, se produjo el fenómeno de los Nouveaux Philosophes, a partir de mediados de los 70, con autores como Bernard-Henry Lévy (quien primero usa este nombre), André Gluckmann o Jean-Marie Benoist. Provenientes de la izquierda maoísta y del espíritu de Mayo del 68, enfrentándose a sus maestros (algunos, verdaderas vacas sagradas, como Sartre, Merleau-Ponty o Lacan) desarrollan una dura crítica al comunismo como consecuencia natural del pensamiento totalitario: “Marx es el Gulag”. Establecen un vínculo causal entre el marxismo (la base teórica) y el Gulag (la consecuencia práctica). El Gulag, vienen a decir, es la consecuencia directa de Marx y, a su vez, éste es la consecuencia del absolutismo idealista hegeliano. No hay desviación, sino coherencia[7].

Un año antes del discurso programático de Jrushchov, Raymond Aron publica su citado ensayo L´opium des intellectuel, quizá la obra más representativa en su momento de esta actitud crítica. Aron, años después, reconoce en sus memorias “la cólera que provocó: la intelligentsia de París comenzó a hacerse preguntas acerca del marxismo-leninismo y la Unión Soviética”[8]. Aunque muestra su escepticismo sobre la eficacia de vencer prejuicios tan poderosos y arraigados: “No es que me hiciera muchas ilusiones sobre la eficacia de los debates. Los sentimientos resisten largo tiempo la refutación de las ideologías a través de las cuales se expresan y racionalizan”[9]. Aron sabe que se enfrenta a un duro enemigo, a un estado de opinión muy consolidado[10].

Una de las polémicas que tuvo más proyección en su momento fue la protagonizada por el escritor francés David Rousset. Éste, superviviente del campo de Buchenwald, había publicado dos obras de testimonio y denuncia de este atroz fenómeno de los campos de exterminio nazis, L´univers concentrationnaire (1946) y la novela Les jours de notre mort (1947), ambas con una gran repercusión. Poco después, se dedica a denunciar en la prensa francesa los campos soviéticos, en los que ve una gran similitud con los anteriores, aportando gran cantidad de testimonios de víctimas. Anima a los que, como él, sufrieron la represión nazi, a que se sumen a la denuncia de la represión soviética. Esto provoca una gran polémica en la izquierda francesa y los intelectuales. El semanario comunista Lettres Françaises le interpone una denuncia como calumniador y falsario, alegando -con cinismo o ignorancia- que la ley soviética (la letra de la ley, claro está) establece que estas penas por trabajos se dan “sin privación de libertad”. Rousset gana la contienda ante los tribunales, aportando una serie de testimonios que avalaban su veracidad. Paz, que entonces vivía en París, reconoce que aquel descubrimiento “me conmovió y me sacudió: ponía en entredicho la validez de un proyecto histórico que había encendido la cabeza y el corazón de los mejores hombres de nuestro tiempo”[11]. En Sur, la revista de Victoria Ocampo (nº 197, marzo 1951), publica Paz una selección de estos testimonios y añade un comentario con el título de “Los campos de concentración soviéticos”[12].

Paz hace un análisis curioso del fenómeno de los campos de concentración. En la URRSS a los presos de los campos se les aplica la legislación del “trabajo correctivo”. En teoría este castigo, según la propaganda del régimen, evidentemente, se aplica sin privación de libertad. Suelen realizar labores no cualificadas aplicadas a las obras públicas. Paz reconoce que los campos “son algo más que una aberración moral, algo más que el fruto de una necesidad política: son una función económica”[13]. Estos presos cumplen una función económica similar a la de los antiguos esclavos. Para el autor mexicano el fenómeno muestra la incapacidad del nuevo estado soviético para resolver en favor de la clase obrera “las contradicciones sociales del capitalismo”[14].

Además, este grupo ocupa el estrato más bajo en la escala social, así como los dignatarios del partido y sus ideólogos ocupan la cúspide. Se trata de una sociedad jerarquizada, aristocrática. El nuevo Estado es joven y no ha tenido tiempo de consolidar su poder frente a estas reminiscencias de la antigua sociedad. Los campos de trabajo son, pues, una realidad atroz, cuyo horror produce el rechazo y la repulsa de un intelectual honesto como Paz, pero esta realidad, ahora innegable, no pone en cuestión el socialismo; son lacras de males anteriores (capitalismo, antiguo régimen oligárquico), pero no elementos inherentes al nuevo régimen. La conclusión es clara: “Los crímenes del régimen burocrático son suyos y bien suyos, no del socialismo”[15].

4. Un paso más: ¿fallo del sistema o sistema fallido?

En el artículo citado hay una postura clara de denuncia, pero no se llega al fondo de la cuestión; no se tiene en cuenta cuáles son los orígenes intelectuales y morales del fenómeno y se conciben las lacras del mismo como errores circunstanciales, que podrán ir superándose en las contradicciones del devenir histórico. Son fallos del sistema, atribuidos por Paz a coyunturas anteriores, pero no es un sistema fallido: el socialismo queda en pie como ideal, como medio de liberación, como forma de progreso. Hay un texto posterior[16], en el que Paz matiza y rectifica su posición anterior. Recuerda su artículo anterior en que la miseria moral era denunciada, pero reconociendo que “no constituían un rasgo inherente al sistema”[17]. Sin embargo, reconoce que decir esto en los 50 podía ser un error político, pero repetirlo 20 años después era algo más que un error. Escribe el autor una sencilla frase, que indica su altura moral: “estaba equivocado”[18]. ¡En qué pocos intelectuales de su nivel podríamos encontrar algo parecido! Primero reconoce que la función económica de los campos no puede sostenerse y basta mirar las cifras, que en ese momento se tienen: antes de la II Guerra Mundial la mortalidad en ellos era del 40% y el rendimiento de sus presos, el 50%, comparando estos porcentajes con los de un obrero normal. Los campos eran, pues, un pésimo negocio.

Tampoco, como podría parecer, son un instrumento de represión y lucha contra los enemigos del régimen. También las estadísticas indican que, en realidad, lo que podríamos considerar como “presos” políticos eran una minoría. La pobre gente que los habita son inocentes, derrotados, apresados arbitrariamente para castigarlos no se sabe por qué. Muchos de los presos en sus cartas mostraban su adhesión a Stalin y se veían víctimas del error de un sistema al que ellos seguían fieles. Los campos eran -lo dice Paz con su insuperable talento poético- “inmensas ceremonias de expiación y de castigo” y, de esta forma, queda clara su función, que no es otra que la de  establecer “una institución de terror preventivo”[19]. Esto se escribe en la época de Jruschov, que supuso una apertura del régimen y cierto revisionismo de la era stalinista; pero incluso entonces, todos los ciudadanos soviéticos viven en la posibilidad de convertirse en preso de un campo. Son víctimas de una culpa general que reclama una expiación general. Paz recuerda aquí el concepto cristiano de “pecado original” y toca, aunque no desarrolla ese aspecto, una dimensión importante del marxismo: su carácter religioso, escatológico; su esperanza de un paraíso terreno que, de alguna manera, se sitúa más allá de la historia como la conocemos, que constituye una realidad trascendente, aunque material, y por cuya consecución podemos realizar todos los sacrificios necesarios.


[1]El conocimiento inútil, Madrid, Espasa-Calpe, 2007, 4ª ed., p. 407.  El original es de 1988, curiosamente un año antes de la caída del muro de Berlín.

[2] “Polvos de aquellos lodos”, en El ogro filantrópico, Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 260.

[3] “Aniversario español”, en opus. cit., pp. 203-207. En el acto también participan Albert Camus y la actriz española María Casares.

[4] “Aniversario español”, p. 203.

[5] “Aniversario español”, p. 204.

[6] El tema es complejo, pero cito sólo un ejemplo que refuta este carácter espontáneo de la acción revolucionaria. Me refiero a la violencia anticlerical que se produce en mayo de 1931, a un mes de proclamarse la República. Primero en Madrid y luego en Málaga se produjeron una gran cantidad de incendios que destruyeron gran parte del patrimonio histórico. En el caso de Málaga, las autoridades religiosas pasan al Gobierno Civil una lista de edificios que había que proteger, y sólo se salvaron varios que, por error, no se incluyeron en dicha lista (Cfr. José Jiménez Guerrero, La quema de conventos en Málaga, Málaga, Arguval, 2006, p. 59).

[7] Un curioso paralelismo se puede establecer con la visión católica del marxismo.  La encíclica Divini Redemptoris del papa Pío XI publicada en 1937 (nótese lo prematuro de la fecha) hace un análisis penetrante del comunismo y destaca la coherencia interna del sistema y la relación causal entre teoría y práctica. Considera al comunismo enraizado filosóficamente “en los principios del materialismo llamado dialéctico e histórico (parágrafo 9).  “La misma sociedad humana no es sino una apariencia y una forma de materia, que evoluciona del modo dicho, y que por ineluctable necesidad tiende, en un perpetuo conflicto de fuerzas hacia la síntesis final” Ibid. Cfr. mi artículo “Una mirada penetrante sobre el totalitarismo: La Divini Redemptoris de Pío XI”, en Altar Mayor, nº 132, 2, 2010, pp. 387-396. Puede leerse un resumen en  Un texto profético sobre el comunismo. DiviniRedemptoris – MR

[8]Memorias, Madrid, Alianza Editorial, 1985, p. 557.

[9] Ibid.

[10] “Durante treinta años, cada nueva moda ideológica de París estuvo acompañada por una reinterpretación del marxismo” (loc. cit., p. 558).

[11] “Polvos de aquellos lodos”, p.  242.

[12] En op. cit. pp. 235 – 238.

[13]Loc. cit., p. 237.

[14]“Los campos”, p. 237. Usa aquí el autor un concepto fundamental en la teoría marxista. En realidad, Marx no critica el capitalismo directamente y reconoce su aportación al progreso. “Marx subraya elogiosamente el papel modernizador del capitalismo que ha hecho posible la superación del feudalismo, un enorme desarrollo técnico y una auténtica mundialización de la economía” (Juan Botella et. al., El pensamiento político en sus textos. De Platón a Marx, Madrid, Tecnos, 1994, p. 429). El problema, entonces, no es la inoperancia del sistema sino lo que Marx llama sus “contradicciones internas”. “La dinámica propia de un modo de producción en el que solamente existen dos clases […] genera un conjunto de contradicciones, de irracionalidades en el proceso económico: autoritarismo en el seno de la empresa y anarquía en el mercado, carácter social del proceso productivo y apropiación privada de sus frutos; riquezas crecientes y, a la vez, miseria creciente…” (Ibid.) Esto explica, para el marxismo, las crisis cíclicas que se suceden, hasta la crisis final, con la implantación del nuevo modo de producción.

[15]“Los campos”, p. 238.

[16] “Polvos de aquellos lodos”, en op. cit., pp. 241 – 261, publicado en la revista Plural, nº 30, marzo de 1974.

[17]Loc. cit., p. 242.

[18]Loc. cit., p. 243.

[19] Ambas citas en loc. cit., p. 243.

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