Diálogo Por el camino del tiempo

Ernesto Deira. Caronte. Acrílico s/tela. 1985. 160×200. Colección Museos Ralli. www.museoralli.es

En julio de 1988, durante una estancia en la Ciudad

de México, mantuve una conversación con

Paz destinada a ser publicada en la revista El Urogallo.

Paz vivía en el Paseo de la Reforma, aunque

a su casa en realidad se entraba por Guadalquivir.

Se trata de un edificio moderno en el que los Paz

tenían dos pisos comunicados por dentro entre sí.

Era un dúplex, pero sólo era visitable para los invitados

la parte de arriba, la más extensa, donde hay

varias salas, un pequeño jardín y, pasando ese jardín

vivamente revuelto, el amplio estudio de Paz

en forma de rectángulo. Esa parte de su biblioteca,

la mayor, está compuesta por muchos libros en inglés

y francés (los hispánicos, me dijo, están en la

planta baja). También hay objetos, figuras orientales,

africanas, y de otros lugares. En algún lugar,

apoyado en el suelo, un Motherwell. En un

lado, una mesa de mediano tamaño, despejada, en

la que escribe, y en la que reposa, verticalmente,

una tablilla que no acierto a identificar. En lo que

podríamos llamar salón está la biblioteca de su

abuelo Ireneo Paz. Recuerdo que una noche, subiéndose

al sofá que había delante de los estantes

para alcanzarlos, me enseñó con orgullo algunos

libros, no sin antes avisarme de que le dijera si se

acercaba Marie-Jo, «porque teme que me caiga».

Entre esos libros estaban los volúmenes de la primera

edición de los Episodios nacionales de Galdós.

En esa misma sala pude ver un precioso Buda

de malaquita y un altar budista con algunas puertas.

Las abrí y vi con sorpresa que estaba habitado

por figurillas eróticas. Recordé lo que dice del filósofo

Dharmakirti, el lógico budista que también al

parecer era autor de poemas eróticos. La casa, o

al menos el salón y el jardín, estaba recorrida por

varios gatos siempre a la carrera.

Recuerdo que llegué a media tarde a la cita, y

Paz estaba trabajando con su secretaria, a la que

dictaba un texto. No lo oía, lo veía a través de los

cristales que divide, a través de un jardín, la sala

del estudio del poeta. Luego, una vez terminado de

dictar el texto (de un manuscrito, porque Paz escribía

a mano) vino con esas páginas a saludarme

y me preguntó si no me importaba esperar un poco

mientras las corregía. Sin gafas, y cerrando un ojo,

revisó el texto, se quejó de los errores, y se lo entregó

a la secretaria para que lo pasara a limpio. Paz

ha sido siempre un interlocutor exigente, de esos

pocos que inmediatamente logran que uno se exija

también a sí mismo, pero no en un sentido pedante

sino en lo que tiene de honestidad y vigilancia intelectual.

Mientras nos tomábamos un whisky, puse

la grabadora y las cosas sucedieron así:

–Los dos movimientos fundadores de la poesía

hispanoamericana en el siglo xx fueron el Modernismo

(1890) y la Vanguardia (1920): Rubén Darío

y Vicente Huidobro. ¿Podrías situarnos ambas

actitudes ante la literatura y la historia?

Paz alzó un poco los ojos, como buscando algo,

bebió un sorbo de whisky, y una vez que pareció

que ya lo tenía todo, cerró su puño derecho girando

la muñeca como quien usa una llave en el acto

de abrir una puerta.

–Si se piensa que la poesía de lengua española

es una por la lengua, resulta significativo que los

grandes movimientos de renovación se hayan originado

no en España sino en América; más extraño

aún porque ambos movimientos son de inspiración

francesa. Esto implica que hay una relación

íntima, pero contradictoria, entre la literatura de

América escrita en español y la de España. La lengua

es la misma; las actitudes ante la tradición

literaria son distintas. En el siglo xix, también

como consecuencia de movimientos externos no

originarios de nuestra lengua –derivados del Romanticismo

europeo–, se habló mucho de una literatura

americana, incluso se habló en Argentina

y México, y en otros lugares, de la independencia

literaria de América. Esa independencia literaria

dio pocas obras y no fue, tampoco, muy independiente.

En cambio, la primera gran ruptura viene

con el Modernismo. Y se produce cuando algunos

poetas de América rompen, en primer lugar, con

su medio, con el medio hispanoamericano, y en

segundo lugar, con la tradición española, que a

ellos les parecía demasiado local, castiza, en el mal

sentido de la palabra «casticismo». Estos poetas

buscan la inspiración y modelos en la poesía universal

y, muy especialmente, en la poesía francesa.

Primero en el parnaso, y sobre todo en el simbolismo.

Este movimiento también está marcado por

un acento temporal. Lo que subraya el Modernismo

es el tiempo: somos modernos. No dice «somos

americanos», oriundos de esta o aquella región

sino, sobre todo, somos modernos. Es un eco,

en alguna medida, de la europeización que habían

proclamado los liberales españoles. Sin embargo,

el movimiento modernista fue muy pronto atacado

en toda América y en España. En España fue

criticado como un movimiento afrancesado. Hay

que recordar las incomprensiones de Unamuno.

Después se arrepintió, pero lo dijo. En España,

el modernismo de Salvador Rueda, Villaespesa,

Juan Ramón Jiménez y los Machado es andalucismo.

De modo que ese movimiento temporal se espacializa,

se arraiga en la tierra. Lo mismo ocurre

con muchos de los poetas modernistas de América,

que se convierten rápidamente en poetas que

buscan enraizarse en la tierra americana.

»El fenómeno se repite con ciertas variantes en

la época del Creacionismo. Éste nace como un movimiento

cosmopolita que tiene sus orígenes, no

digamos en Francia sino en un París cosmopolita,

en el cual la pintura tiene un lugar central: la pintura

cubista, el movimiento de la escuela de París.

Y ese movimiento es internacional. Hay varios españoles

entre ellos. Los primeros amigos que tuvo

Huidobro cuando llegó a París fueron algunos

españoles, como Juan Gris. Fue un movimiento

cosmopolita pero que florece en París y muy rápidamente

es trasplantado a España. Huidobro va

seguidamente a España, donde se pone en contacto

con los poetas y se forman primero el Creacionismo

y, luego, el Ultraísmo. Yo creo que el

Ultraísmo no es sino una manifestación del Creacionismo.

En la polémica que tuvo Huidobro con

Guillermo de Torre, creo que el que tenía razón

era Huidobro. El iniciador en la lengua española

fue él. Pero también muy pronto el movimiento

trata de enraizarse.

»El gran fruto del Creacionismo no fueron los

poemas creacionistas, sino lo que vino un poco

más tarde, los poemas de la Generación del 27,

que aliaron el tradicionalismo con la vanguardia.

Es un tradicionalismo andaluz, como en el caso de

Lorca, pero también encontramos ecos, por ejemplo,

de Gil Vicente. Y en América esto fue mucho

más violento. En los poemas de Fervor de Buenos

Aires, el ultraísmo de Borges se convierte en un

rabioso criollismo nacionalista. Y lo mismo ocurre

con César Vallejo y, claro está, con el Neruda de

Residencia en la tierra. De modo que vemos cómo

el aviador, Altazor, que vive en las nubes, cuya

aventura es celeste, y en consecuencia más allá

de la tierra, se convierte al cambiar de dirección:

en lugar de subir, trata de hundirse en la tierra. Y

estos dos momentos, de universalidad y espacialización,

son mucho más visibles en la poesía de

vanguardia que en la modernista. Esta dialéctica

entre el tiempo y el espacio, entre lo universal y

lo local, es la característica de las dos generaciones

anteriores a la mía. Creo que en mi generación

esta lucha desaparece porque no es fundamental

para nosotros. Sabemos que somos fatalmente de

un país o de una lengua, y son fatalidades que uno

tiene que realizar y trascender.

–Tú encuentras en el inicio de la poesía hispanoamericana

de nuestro siglo una nota común: la

búsqueda del origen. Los poetas que fundan la modernidad

hispanoamericana comprenden la palabra

como origen del mundo. La palabra es creadora

de mundo. Pero la relación con el lenguaje no es

la misma en Borges que en Neruda, tampoco sus

formas de leer a otros poetas.

–Bueno, hay una cosa que me interesa mucho.

Cuando tú hablas del movimiento moderno no

hablas de los modernistas, hablas más bien de las

vanguardias.

–Sí.

–Es un poco distinto, yo creo. En Huidobro

lo esencial es que, más que buscar los orígenes, lo

que hace es tratar de lograr un universo poético

en el cual el lenguaje, en cierto modo, alcanza tal

incandescencia que desaparece como lenguaje:

se convierte en luz. Altazor ha sido mal leído. La

aventura de Altazor es que finalmente las palabras

dejan de significar, es decir, dejan de ser signos

para convertirse en substancias; pasamos de

la significación a la ontología: el lenguaje no significa,

el lenguaje es, y esta categoría es la suprema

del ser… Yo no estoy muy convencido de esto; filosóficamente

me parece profundamente falso, pero

fue una tentativa romántica muy extraordinaria.

–¿Crees que esa dislalia en la que termina Altazor

es, en alguna medida, una visión unitiva?

–Sí, es una tentativa un poco gnóstica más que

mística, que trata de reducir el universo al lenguaje

y el lenguaje en ser. Este convertir los signos en

seres es algo que no dijo Mallarmé, aunque estuvo

en sus orígenes. La poesía es, pues, una revolución

ontológica. En el caso de Neruda, lo que me parece

extraordinario sobre todo es Residencia en la

tierra: es la tentativa, muchas veces lograda, de

llegar a ese momento en que las cosas se están haciendo;

no es un momento estable, un mundo en

que las cosas son, como en el mundo de Huidobro.

Los nombres son estables, pero las cosas no

lo son. Las cosas están cambiando y los nombres

están fijos, entonces hay que cambiar el lenguaje

para que alcance esta suerte de indecisión de

las cosas que están haciéndose y deshaciéndose.

Es un mundo crepuscular o matutino, hecho de

reflejos, como si las palabras estuvieran a punto

de desfallecer: los significados empiezan a desangrarse

o a adquirir otros significados. Es una

escritura en duermevela. Los surrealistas tuvieron

a este respecto algunas imágenes bastante buenas.

Por ejemplo, Dalí, cuando pinta esos relojes que se

ablandan. Esto está en Neruda, yo creo. En él hay

una búsqueda de ese momento en que las cosas

comienzan a ser o a dejar de ser, o se están transformando

en otra cosa.

»En esta primera época de Huidobro y Neruda

no hay historia, y cuando los dos acceden a la historia,

lo hacen por el marxismo o por la lucha política

diaria; pero en general no tienen una visión

de la historia. El caso de Borges es muy distinto,

sobre todo porque es una mente escéptica, lo cual

no es un reproche, sino al contrario, una definición,

y creo que la hubiera aceptado. El escepticismo

implica heroísmo. En muchos casos Borges

fue heroico, intelectualmente hablando. En la primera

época, en la «Fundación mítica de Buenos

Aires» sí hay historia. Pero en general, Borges,

como buen argentino, se siente un pedazo de una

tradición universal.

–¿Qué significaría España en esa tradición?

–En todos ellos hay una polémica con España.

Hay una polémica con los orígenes y hay una polémica

con la historia, porque después de todo, la

vía de acceso a la historia universal de los hispanoamericanos

es España. También se debe pensar

que ni Argentina ni Chile son países con antigüedad.

Los países más antiguos son aquellos en los

cuales hubo civilizaciones anteriores a la llegada

de los españoles, como es el caso de México y del

Perú. Y también, en los cuales el período más importante

transcurre entre los siglos xvi, xvii y xviii.

Y ése no es el caso de Argentina ni de Chile. Cuando

se habla de Hispanoamérica no se entienden

bien las diferencias. Hay diferencias de orden racial:

la importancia del elemento indígena en países

como México, o el elemento negro, como es el

caso de Cuba; pero, aparte de eso, la historia es

la misma. La historia de los siglos xvi y xvii fue

fundamental. Son los momentos de madurez de

España, en los cuales se realizan grandes creaciones.

Tú que has estado en México ahora, te habrás

dado cuenta de algo que en Europa se ignora e,

incluso, los mexicanos ignoran: la riqueza de la

arquitectura que va de los siglos xvi al xviii. Ésa

no es inferior a nada de lo que se había dado en

Europa. El barroco mexicano –pero no solamente

el barroco– es una arquitectura que tiene un valor

mundial. Hay tres momentos en la arquitectura

de América: el precolombino, en México y en

Perú; los siglos xvi y xvii, en México y, algo menos,

en Perú; y el de la época moderna, en Estados

Unidos, en Nueva York y Chicago. Me parece

importante lo de la arquitectura porque está muy

ligada, a mi juicio, a la poesía. La arquitectura es

una civilización. Hay dos cosas muy importantes:

la arquitectura y la poesía tienen algo en común,

ambas son creaciones artísticas, pero también sirven

para vivir.

–Ambas se habitan.

–Ambas son habitables, lo cual no ocurre con

la pintura o con la música.

–Quisiera que me dijeras algo sobre el lenguaje

en Borges. Si en el caso de Neruda hay como una

oscilación, una penumbra conflictiva entre los signos

y las cosas, el de Borges es claro, muy distinto

al del poeta chileno.

–En Borges, de lo que se trata más bien, sobre

todo en el último Borges (porque hay muchos

Borges; el que más me gusta es el segundo Borges,

cuando ha abandonado sus tics ultraístas y

tiene ecos de Quevedo); bien, Borges tiende hacia

la transparencia del lenguaje para que las cosas

aparezcan, y luego las cosas también desaparecen,

porque han sido borradas. Yo diría que la estética

de Borges es la estética de la desaparición.

–Hay, en ese sentido, una actitud budista que

sería nueva en la poesía hispanoamericana.

–En él hay un escepticismo radical. Tiene que

ver con Schopenhauer. De lo que no se habla mucho

es de que el gran filósofo de Borges –y esto

lo dice también un crítico italiano– es Schopenhauer.

También fue el gran filósofo de Unamuno.

Pero Unamuno era demasiado español, de modo

que no podía entender el budismo de Schopenhauer;

pero Borges sí lo entendió. Unamuno cristianiza

la desesperación.

-Además, Unamuno sería un budista al revés. Yo creo que lo que quería salvar era el yo. En el caso de Borges, y volviendo a lo de antes, hay en él una invocación a los nombres, cpompo si éstos, en sí mismos, conllevaran el mundo.

–Bueno, sí, son como mantras.

–Cambiando de poeta y de país. Recuerdo que

en el libro que dedicaste a la «tradición moderna

de la poesía», Los hijos del limo, escribiste refiriéndote

a Juan Ramón Jiménez que los «los universos

caben en una copla». En tu reciente libro de

poesía, Árbol adentro, en un poema de homenaje

a Bashō, dices que «El mundo cabe/ en diecisiete

sílabas». ¿Cuáles son los valores que se deducen

de esta concepción del poema?

–Yo creo que tiene que ver con la filosofía griega,

porque ellos se dieron cuenta de la paradoja de lo

infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande.

En cierto modo, ambas magnitudes son impensables,

y por otro lado lo pequeño es un mundo

por sí mismo, es infinito. Un poeta que me gusta

mucho, Blake, habló de ver el mundo en un grano

de arena. Posiblemente como un recuerdo inconsciente

de Blake, al hablar de Juan Ramón y de la

inmensidad que cabe en una copla, dije esto. Y otra

vez, haciéndome eco –uno no hace sino variaciones

de algo que le tocó profundamente en la infancia

o en la adolescencia, vuelve en una variación lo de

Bashō. No podía decir más sino que nuestro mundo,

el mundo moderno, es un mundo de cantidades,

de medidas. Sin embargo, una meditación algo

profunda sobre lo pequeño y lo grande deshace las

medidas. El mundo de las cantidades desaparece.

–De esta opinión se deduce una crítica de la retórica,

de la extensión.

–Bueno, no tanto, porque entre los poemas que

yo quiero mucho hay…

–Me refiero –me apresuré a aclarar– a la extensión

retórica.

–Yo diría que estoy en contra de la explicación.

Adoro las explicaciones en la prosa, en las notas, en

la crítica. El crítico o el poeta cuando hablan de poesía,

tienen el derecho de ser corteses, de explicar, si

pueden. Pero la poesía aborrece las explicaciones.

He estado releyendo ahora una de las novelas más

hermosas del siglo xix, La cartuja de Parma. Sin

embargo, a pesar de la admirable concisión del lenguaje

de Stendhal, hay momentos en los que, con

una actitud muy del siglo xix, se pone a explicar

cosas que a un lector moderno no le son necesarias;

irritan. No son necesarias las explicaciones.

–Quizás una de las mayores concisiones de esa

novela sean esos trescientos escalones del lugar

donde está preso Fabricio del Dongo, los escalones

del deseo. Me gustaría que habláramos de Gorostiza,

un poeta bastante desconocido en España.

–Yo creo que todos los poetas de Contemporáneos

son bastante desconocidos en España.

–Sí, aunque tal vez Villaurrutia no tanto.

–Cuando aparece la Generación del 27 es contemporánea

de otros grupos: en Buenos Aires, en

Santiago; pero en general se trata de personalidades

aisladas, como Huidobro o Neruda, o demasiado

alejadas de las preocupaciones del 27.

Si hay una generación que en cierto modo hubiera

podido sostener un diálogo con el 27, hubiera

sido la generación mexicana de Contemporáneos.

Por ejemplo, el primer libro de Gorostiza se llama

Canciones para cantar en las barcas, publicado

en 1923, y tiene que ver con los libros de Alberti,

de Gerardo Diego y de Lorca. Es una vuelta a la

poesía tradicional española y, también, a la poesía

tradicional mexicana, que tiene el mismo origen

que la española. Algunos de ellos, como Villaurrutia,

sufrieron la influencia de Juan Ramón

Jiménez, quien también influyó en la Generación

del 27. Todos ellos hacen poemas breves y, al mismo

tiempo, tienen una curiosidad muy grande.

Quizás fueron más curiosos, intelectualmente hablando,

los Contemporáneos: conocieron mejor y

más profundamente la literatura francesa y, sobre

todo, son los primeros que conocen a los poetas de

lengua inglesa, mucho antes que los argentinos y

los españoles. Las primeras traducciones de poetas

norteamericanos salieron en México, en mil

novecientos veintitantos.

»Es un grupo de poetas con obras muy escasas,

menos Pellicer, que es un poeta muy caudaloso.

Pellicer es el gran poeta del paisaje americano.

Pero, curiosamente, los grandes poemas de Pellicer,

a mi juicio, se derrumban. Lo que queda más

de Pellicer son poemas breves. Es un poeta dotado

de una de las imaginaciones más frescas de

nuestra lengua. Para encontrar algo parecido hay

que buscar a Huidobro y posiblemente a Gerardo

Diego. Hay una serie de imágenes de Pellicer

extraordinarias, ¿no? Como aquello de «hay azules

que se caen de morados», y esta otra un poco

humorística: «El caimán es un perro aplastado».

Quizás el más riguroso de ellos, con una obra

muy escasa, fue Gorostiza. Éste publicó ese libro

del que hablábamos: un libro precioso, en el que

aparece también el haiku muy tempranamente,

y pequeños poemas de tipo tradicional. Después

de un silencio –sufre la experiencia de la poesía

francesa, de Valéry, de la inglesa probablemente–

escribe este poema, Muerte sin fin. Es un poema

filosófico, en cierto modo, también influido por el

zen, no sé si el budismo de Schopenhauer; pero en

fin, hay esta idea. Y la arquitectura del poema

es musical. Lo publicó en 1939, cinco años antes

de que Eliot publicara Four Quartets; pero tienen

la misma idea: el poema como una suerte de sonata

o de sinfonía. Es un poema que empieza como

una orquesta, después hay un solo (Baile) y, a continuación,

otra vez el poema. Y termina como un

baile. De modo que tienen una arquitectura musical.

Me lo dijo varias veces: está construido como

una composición musical.

–¿La tradición inmediata de Muerte sin fin está

en Valéry y Guillén?

–Ahí está; tiene mucho que ver con los grandes

poemas filosóficos de Valéry, es decir, con El

cementerio marino, y es muy distinto al mismo

tiempo. El lenguaje se parece a veces al de Guillén,

pero es porque los dos son herederos de la

poesía francesa y, sobre todo, de Valéry. Pero son

dos poetas distintos. Guillén nunca acometió un

poema de ese rigor y proporción. Además, Guillén

está signado por una afirmación vital: el mundo

es; mientras que lo que dice José Gorostiza es que

el mundo está cayendo continuamente hacia el no

ser. El mundo se está deshaciendo.

–En ese sentido hay un paralelismo con la idea

heideggeriana de que el hombre es un ser para la

muerte.

–Sí, pero no. No hay influencia de Heidegger.

El tema de la muerte es común a todos los hombres

y a todas las épocas, pero cada época, cada

momento piensa la muerte de un modo distinto.

Además, es una especie de regreso de una manera

cíclica a ciertos temas y obsesiones. En el caso

de México, toda esta generación, en un momento

difícil para ellos, ante un país hostil a su poesía,

un país obsesionado con el nacionalismo y el arte

popular, ellos oponen un arte solitario y aristocrático,

difícil, hermético. Entonces, en algunos

de ellos, el tema de la muerte se convierte en un

tema central. Villaurrutia escribe Nostalgia de la

muerte; Muerte sin fin, Gorostiza, Ortiz de Montellano,

Jorge Cuesta, etc. En fin, cada uno de ellos

tiene algún libro dedicado al tema de la muerte.

Ahora bien, yo creo que el poema de Gorostiza

es uno de los grandes poemas de la lengua. Tiene

que ver, por una parte, por su rigor verbal, sintáctico,

con Góngora. Hay ecos de Góngora en ese

poema y, también, cierta relación con un lenguaje

demasiado transparente, demasiado abstracto,

cristalino, de Guillén y Valéry. Además, está lleno

de resonancias de la poesía inglesa y de otras cosas.

También hay, en el interior del poema, parodias

de la poesía modernista, por ejemplo, cuando

habla del «león asirio» o del «cordero Luis XV»,

cuando está pensando en algunos modernistas

como Herrera y Reissig, Rubén Darío y otros.

–El final del poema es muy mexicano, el bailecito.

–Pero antes, cuando habla de la muerte, se refiere

al solo de la flauta y su «cachonda serenata». Ahí

hay una introducción del lenguaje coloquial junto

con el lenguaje más exquisito. Esto no ha sido visto.

Esta expresión, «la cachonda serenata», se refiere a

que la voluptuosidad es la madre de la muerte.

–Por eso la llama «putilla del rubor helado».

–Claro. Rubor helado porque está pintada. Las

mejillas rojas o rosadas de la putilla es la muerte.

La muerte maquillada y presuntamente inocente.

–Está en la tradición tópica de la dualidad amor/

muerte de la poesía medieval y renacentista.

–Sí, claro. Es un poema en el que, como la

muerte es infinita, nunca acaba de morir. Poema

paradójico: no ha tenido descendientes. Yo fui

amigo de Gorostiza, lo quise mucho y escribí uno

de los primeros ensayos sobre este poema. A él le

gustó y pidió que fuera el prólogo a la segunda edición

del poema. Ahí, más o menos, digo esto. Que

es el gran monumento de la forma, que la voluntad

de forma se erige a sí misma. ¿Qué oculta? La

muerte de la forma. No es un poema personal: el

yo desaparece como un yo abstracto. En este sentido

se enfrenta tanto al romanticismo de Neruda,

al nativismo y religiosidad de Vallejo, como

a Borges. Porque es lo contrario: es un lenguaje

abstracto, un lenguaje puro, la última consecuencia

del simbolismo. Decía antes que no ha tenido

descendientes porque los demás nos hemos ido

por el camino del tiempo. Pero repito: es uno de

los grandes poemas de nuestra lengua.

–En alguna parte has dicho que el exceso de

amor a las formas es un monumento, en alguna

medida, a la muerte. En el caso de Gorostiza habría

algo de cenotafio: monumento en el lugar

donde no está el cuerpo.

–Sí; esto de la muerte se me ocurrió viendo los

maravillosos monumentos a la muerte en la India

construidos por los islámicos. Son grandes palacios

a la muerte, como el Taj Mahal. Muerte sin fin es un

poco eso: es un monumento transparente, que es la

muerte, la muerte que se edifica a sí misma. Lo que

cae ahí, incansablemente, es la transparencia.

–Sería necio hablar de la poesía hispanoamericana

sin hacer referencia a tu obra. La pregunta

podría ser sobre tu propio hacer poético.

–No sé si podría definirlo. Realmente es muy

difícil. Uno siempre se puede equivocar.

Al menos podrías hablar de lo que te gustaría

que fuera.

–Yo quise mucho a Pepe Gorostiza, pero mi pasión

fue la contraria. He pensado siempre que la

poesía responde a las provocaciones, seducciones

y retos del tiempo. El tiempo interior y el tiempo

exterior. Después de todo, ¿qué es la poesía?

Creo que es un testimonio de la vida, fundamentalmente.

En este aspecto mi poesía es profundamente

personal. También he pensado que no es

lo mismo el poeta que escribe que el hombre que

vive. Pero tampoco son radicalmente opuestos; es

decir, hay una continua comunicación. Y es lo que

yo he querido restablecer, la comunicación entre

el poeta y la obra. Que la obra no sea el mero documento

de la vida del poeta, pero tampoco que la

obra sea simplemente una forma, sino que sea una

forma vital.

–Yo creo que eso se ve muy claro en Árbol

adentro, por no mencionar otros libros tuyos. Me

refiero a ese vínculo o puente entre las palabras y

la vida.

–Eso por una parte, y por otra, yo creo que nadie

tiene la última palabra. Lo que les reprocho a

ciertos poetas, a ciertas poéticas, mejor dicho, es

la arrogancia: pensar que tienen la última palabra.

Un hombre demasiado seguro de sí mismo, o dice

tonterías o bien, si tiene genio, no acaba de decir

lo que tiene que decir, como es el caso de Mallarmé.

Mallarmé sabía lo que iba a decir, y sin embargo

no acabó de decirlo.

–En ese sentido, la poesía contiene una oscilación

que es una corrección continua. Frente a lo

marmóreo de algunas poéticas, también de algunos

poemas, esta actitud de la que hablas es un

presentir que las palabras y las cosas no coinciden,

pero deberían coincidir.

–Sí, bueno, en la poesía también hay una nostalgia.

Hablábamos al principio del origen. Yo diría

una nostalgia del origen, es una nostalgia y el

recuerdo también de aquel momento maravilloso

de los primitivos o de la infancia en que las cosas

y las palabras eran lo mismo, en que decir y hacer

eran un solo acto, en que las cosas coincidían

con sus nombres. Pero hay un momento en que se

deshace. La poesía es una tentativa por restablecer

ese vínculo mágico.

–Tu poesía se ofrece o aparece como un doble

del mundo. El signo no tiende a señalar ni a

explicar, sino que es, en alguna medida, una presencia

sin reverso.

–No sé, ojalá. Bueno, a veces sí, otras no. Eso

tal vez sea demasiado Mallarmé… Puede que no.

–¿No hay un intento de responder en Blanco a

ese vacío que contempló Mallarmé?

–Bueno, yo sí creo; pero en todo lenguaje hay

una hendidura. En Blanco también hay una desaparición

del lenguaje. En todo lenguaje humano

hay una hendidura, si no la hubiera seríamos dioses.

Esto sería la poesía: la nostalgia y también la

asunción de la hendidura. Sí, hay una hendidura.

–Creo que con eso podríamos acabar.

–A mí me hubiera gustado decir algo sobre España.

¿Qué es lo que me podría distinguir a mí de

las generaciones anteriores? No es que yo sea mejor

ni peor, sino que por una fatalidad de la época,

en mi generación la noción de historia ha sido

más profunda. Esa noción de la historia, por una

parte, es una noción del presente: vivimos en un

momento en el que muchas de las ideas del siglo

xix se han desmoronado, y al mismo tiempo está

el pasado. Nuestro pasado es inconcebible sin España.

Es el origen y la puerta de acceso a la universalidad,

pero naturalmente hay que trascender

lo español. Hay un diálogo con los españoles y con

la literatura española, pero este diálogo tiene que

ser contradictorio, como todos los diálogos importantes,

con síes y noes que no es mero acuerdo. Un

diálogo y no un monólogo. Es algo que olvidaron

con mucha frecuencia los españoles, y también

los hispanoamericanos. Lo que caracteriza a mi

poesía es esta noción profunda del tiempo. Y ese

tiempo mío, individual, es también un tiempo histórico

que se resuelve finalmente en algo que no es

histórico: la poesía, la condición humana, etc. Lo

que me ha interesado a mí es insertar la historia

en el poema. Esto se había dado de forma distinta

en los poetas anteriores.

–Sí, pienso, por ejemplo, en Piedra de sol, en

el cual el tiempo personal y el tiempo del poema

llevan una inclusión del tiempo histórico.

–Y lo mismo ocurre en otros poemas; y en los

que no aparece de un modo muy claro, aparece

como reverso, por ejemplo, en Blanco. En él lo

paradójico es que el lenguaje termina en silencio,

el cuerpo termina en blanco, hay una anulación

del paisaje, etc. En él también podemos ver una

influencia del budismo, pero un budismo muy

distinto del de Borges. Una de las grandes ausencias

de Borges es el otro. Borges siempre ve al

otro como enemigo. Es un hombre armado con un

cuchillo. Los personajes de Borges tienen un cuchillo

o tienen la dialéctica, ambas son armas con

las que aniquila al otro. Es un mundo sin pareja.

A propósito de Borges, hay algo que quiero decir:

es un gran poeta menor. Tenerlo como un poeta

central de nuestro tiempo es un error. Es un escritor

extremo, uno de los extremos. Alrededor de

Borges hay una beatería molesta, como toda beatería.

Borges no tuvo compasión. Miró la historia

de su pueblo y de los demás pueblos sin compasión,

salvo para con su propia familia.

–¿Qué dirías de su actitud social, siempre un

tanto punzante, paradójica?

–Eso le viene del ultraísmo. Le gustaba molestar.

A lo largo de los años cambió de pensamiento,

pero no de actuación. Pero volviendo a nuestro

tema: en la obra de Neruda sí hay pareja, y creo

que en mi poesía también. Cuando he explorado

el budismo, lo he hecho desde la vertiente opuesta

a la de Borges. No la meditación solitaria sino

a través del erotismo. Es decir, desde otra rama

del budismo, antagónica, contraria o digamos que

distinta. De esta manera la noción de la historia se

puede trascender. Yo creo que esto está dicho, más

o menos, en Pasado en claro: hay salida de la historia.

Y llegamos a un tercer momento que puede

ser de contemplación o de fijación con la pareja.

–¿Blanco se puede leer, entre otras múltiples

lecturas, como una respuesta a esos dos puntos

con los que se cierra Piedra de sol? Piedra de sol

finaliza con los primeros versos con los cuales comienza,

es una vuelta a la historia.

–Exactamente. Ahí estamos condenados a repetirnos,

en cambio Blanco es una tentativa por

disolver la oposición.

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