En julio de 1988, durante una estancia en la Ciudad
de México, mantuve una conversación con
Paz destinada a ser publicada en la revista El Urogallo.
Paz vivía en el Paseo de la Reforma, aunque
a su casa en realidad se entraba por Guadalquivir.
Se trata de un edificio moderno en el que los Paz
tenían dos pisos comunicados por dentro entre sí.
Era un dúplex, pero sólo era visitable para los invitados
la parte de arriba, la más extensa, donde hay
varias salas, un pequeño jardín y, pasando ese jardín
vivamente revuelto, el amplio estudio de Paz
en forma de rectángulo. Esa parte de su biblioteca,
la mayor, está compuesta por muchos libros en inglés
y francés (los hispánicos, me dijo, están en la
planta baja). También hay objetos, figuras orientales,
africanas, y de otros lugares. En algún lugar,
apoyado en el suelo, un Motherwell. En un
lado, una mesa de mediano tamaño, despejada, en
la que escribe, y en la que reposa, verticalmente,
una tablilla que no acierto a identificar. En lo que
podríamos llamar salón está la biblioteca de su
abuelo Ireneo Paz. Recuerdo que una noche, subiéndose
al sofá que había delante de los estantes
para alcanzarlos, me enseñó con orgullo algunos
libros, no sin antes avisarme de que le dijera si se
acercaba Marie-Jo, «porque teme que me caiga».
Entre esos libros estaban los volúmenes de la primera
edición de los Episodios nacionales de Galdós.
En esa misma sala pude ver un precioso Buda
de malaquita y un altar budista con algunas puertas.
Las abrí y vi con sorpresa que estaba habitado
por figurillas eróticas. Recordé lo que dice del filósofo
Dharmakirti, el lógico budista que también al
parecer era autor de poemas eróticos. La casa, o
al menos el salón y el jardín, estaba recorrida por
varios gatos siempre a la carrera.
Recuerdo que llegué a media tarde a la cita, y
Paz estaba trabajando con su secretaria, a la que
dictaba un texto. No lo oía, lo veía a través de los
cristales que divide, a través de un jardín, la sala
del estudio del poeta. Luego, una vez terminado de
dictar el texto (de un manuscrito, porque Paz escribía
a mano) vino con esas páginas a saludarme
y me preguntó si no me importaba esperar un poco
mientras las corregía. Sin gafas, y cerrando un ojo,
revisó el texto, se quejó de los errores, y se lo entregó
a la secretaria para que lo pasara a limpio. Paz
ha sido siempre un interlocutor exigente, de esos
pocos que inmediatamente logran que uno se exija
también a sí mismo, pero no en un sentido pedante
sino en lo que tiene de honestidad y vigilancia intelectual.
Mientras nos tomábamos un whisky, puse
la grabadora y las cosas sucedieron así:
–Los dos movimientos fundadores de la poesía
hispanoamericana en el siglo xx fueron el Modernismo
(1890) y la Vanguardia (1920): Rubén Darío
y Vicente Huidobro. ¿Podrías situarnos ambas
actitudes ante la literatura y la historia?
Paz alzó un poco los ojos, como buscando algo,
bebió un sorbo de whisky, y una vez que pareció
que ya lo tenía todo, cerró su puño derecho girando
la muñeca como quien usa una llave en el acto
de abrir una puerta.
–Si se piensa que la poesía de lengua española
es una por la lengua, resulta significativo que los
grandes movimientos de renovación se hayan originado
no en España sino en América; más extraño
aún porque ambos movimientos son de inspiración
francesa. Esto implica que hay una relación
íntima, pero contradictoria, entre la literatura de
América escrita en español y la de España. La lengua
es la misma; las actitudes ante la tradición
literaria son distintas. En el siglo xix, también
como consecuencia de movimientos externos no
originarios de nuestra lengua –derivados del Romanticismo
europeo–, se habló mucho de una literatura
americana, incluso se habló en Argentina
y México, y en otros lugares, de la independencia
literaria de América. Esa independencia literaria
dio pocas obras y no fue, tampoco, muy independiente.
En cambio, la primera gran ruptura viene
con el Modernismo. Y se produce cuando algunos
poetas de América rompen, en primer lugar, con
su medio, con el medio hispanoamericano, y en
segundo lugar, con la tradición española, que a
ellos les parecía demasiado local, castiza, en el mal
sentido de la palabra «casticismo». Estos poetas
buscan la inspiración y modelos en la poesía universal
y, muy especialmente, en la poesía francesa.
Primero en el parnaso, y sobre todo en el simbolismo.
Este movimiento también está marcado por
un acento temporal. Lo que subraya el Modernismo
es el tiempo: somos modernos. No dice «somos
americanos», oriundos de esta o aquella región
sino, sobre todo, somos modernos. Es un eco,
en alguna medida, de la europeización que habían
proclamado los liberales españoles. Sin embargo,
el movimiento modernista fue muy pronto atacado
en toda América y en España. En España fue
criticado como un movimiento afrancesado. Hay
que recordar las incomprensiones de Unamuno.
Después se arrepintió, pero lo dijo. En España,
el modernismo de Salvador Rueda, Villaespesa,
Juan Ramón Jiménez y los Machado es andalucismo.
De modo que ese movimiento temporal se espacializa,
se arraiga en la tierra. Lo mismo ocurre
con muchos de los poetas modernistas de América,
que se convierten rápidamente en poetas que
buscan enraizarse en la tierra americana.
»El fenómeno se repite con ciertas variantes en
la época del Creacionismo. Éste nace como un movimiento
cosmopolita que tiene sus orígenes, no
digamos en Francia sino en un París cosmopolita,
en el cual la pintura tiene un lugar central: la pintura
cubista, el movimiento de la escuela de París.
Y ese movimiento es internacional. Hay varios españoles
entre ellos. Los primeros amigos que tuvo
Huidobro cuando llegó a París fueron algunos
españoles, como Juan Gris. Fue un movimiento
cosmopolita pero que florece en París y muy rápidamente
es trasplantado a España. Huidobro va
seguidamente a España, donde se pone en contacto
con los poetas y se forman primero el Creacionismo
y, luego, el Ultraísmo. Yo creo que el
Ultraísmo no es sino una manifestación del Creacionismo.
En la polémica que tuvo Huidobro con
Guillermo de Torre, creo que el que tenía razón
era Huidobro. El iniciador en la lengua española
fue él. Pero también muy pronto el movimiento
trata de enraizarse.
»El gran fruto del Creacionismo no fueron los
poemas creacionistas, sino lo que vino un poco
más tarde, los poemas de la Generación del 27,
que aliaron el tradicionalismo con la vanguardia.
Es un tradicionalismo andaluz, como en el caso de
Lorca, pero también encontramos ecos, por ejemplo,
de Gil Vicente. Y en América esto fue mucho
más violento. En los poemas de Fervor de Buenos
Aires, el ultraísmo de Borges se convierte en un
rabioso criollismo nacionalista. Y lo mismo ocurre
con César Vallejo y, claro está, con el Neruda de
Residencia en la tierra. De modo que vemos cómo
el aviador, Altazor, que vive en las nubes, cuya
aventura es celeste, y en consecuencia más allá
de la tierra, se convierte al cambiar de dirección:
en lugar de subir, trata de hundirse en la tierra. Y
estos dos momentos, de universalidad y espacialización,
son mucho más visibles en la poesía de
vanguardia que en la modernista. Esta dialéctica
entre el tiempo y el espacio, entre lo universal y
lo local, es la característica de las dos generaciones
anteriores a la mía. Creo que en mi generación
esta lucha desaparece porque no es fundamental
para nosotros. Sabemos que somos fatalmente de
un país o de una lengua, y son fatalidades que uno
tiene que realizar y trascender.
–Tú encuentras en el inicio de la poesía hispanoamericana
de nuestro siglo una nota común: la
búsqueda del origen. Los poetas que fundan la modernidad
hispanoamericana comprenden la palabra
como origen del mundo. La palabra es creadora
de mundo. Pero la relación con el lenguaje no es
la misma en Borges que en Neruda, tampoco sus
formas de leer a otros poetas.
–Bueno, hay una cosa que me interesa mucho.
Cuando tú hablas del movimiento moderno no
hablas de los modernistas, hablas más bien de las
vanguardias.
–Sí.
–Es un poco distinto, yo creo. En Huidobro
lo esencial es que, más que buscar los orígenes, lo
que hace es tratar de lograr un universo poético
en el cual el lenguaje, en cierto modo, alcanza tal
incandescencia que desaparece como lenguaje:
se convierte en luz. Altazor ha sido mal leído. La
aventura de Altazor es que finalmente las palabras
dejan de significar, es decir, dejan de ser signos
para convertirse en substancias; pasamos de
la significación a la ontología: el lenguaje no significa,
el lenguaje es, y esta categoría es la suprema
del ser… Yo no estoy muy convencido de esto; filosóficamente
me parece profundamente falso, pero
fue una tentativa romántica muy extraordinaria.
–¿Crees que esa dislalia en la que termina Altazor
es, en alguna medida, una visión unitiva?
–Sí, es una tentativa un poco gnóstica más que
mística, que trata de reducir el universo al lenguaje
y el lenguaje en ser. Este convertir los signos en
seres es algo que no dijo Mallarmé, aunque estuvo
en sus orígenes. La poesía es, pues, una revolución
ontológica. En el caso de Neruda, lo que me parece
extraordinario sobre todo es Residencia en la
tierra: es la tentativa, muchas veces lograda, de
llegar a ese momento en que las cosas se están haciendo;
no es un momento estable, un mundo en
que las cosas son, como en el mundo de Huidobro.
Los nombres son estables, pero las cosas no
lo son. Las cosas están cambiando y los nombres
están fijos, entonces hay que cambiar el lenguaje
para que alcance esta suerte de indecisión de
las cosas que están haciéndose y deshaciéndose.
Es un mundo crepuscular o matutino, hecho de
reflejos, como si las palabras estuvieran a punto
de desfallecer: los significados empiezan a desangrarse
o a adquirir otros significados. Es una
escritura en duermevela. Los surrealistas tuvieron
a este respecto algunas imágenes bastante buenas.
Por ejemplo, Dalí, cuando pinta esos relojes que se
ablandan. Esto está en Neruda, yo creo. En él hay
una búsqueda de ese momento en que las cosas
comienzan a ser o a dejar de ser, o se están transformando
en otra cosa.
»En esta primera época de Huidobro y Neruda
no hay historia, y cuando los dos acceden a la historia,
lo hacen por el marxismo o por la lucha política
diaria; pero en general no tienen una visión
de la historia. El caso de Borges es muy distinto,
sobre todo porque es una mente escéptica, lo cual
no es un reproche, sino al contrario, una definición,
y creo que la hubiera aceptado. El escepticismo
implica heroísmo. En muchos casos Borges
fue heroico, intelectualmente hablando. En la primera
época, en la «Fundación mítica de Buenos
Aires» sí hay historia. Pero en general, Borges,
como buen argentino, se siente un pedazo de una
tradición universal.
–¿Qué significaría España en esa tradición?
–En todos ellos hay una polémica con España.
Hay una polémica con los orígenes y hay una polémica
con la historia, porque después de todo, la
vía de acceso a la historia universal de los hispanoamericanos
es España. También se debe pensar
que ni Argentina ni Chile son países con antigüedad.
Los países más antiguos son aquellos en los
cuales hubo civilizaciones anteriores a la llegada
de los españoles, como es el caso de México y del
Perú. Y también, en los cuales el período más importante
transcurre entre los siglos xvi, xvii y xviii.
Y ése no es el caso de Argentina ni de Chile. Cuando
se habla de Hispanoamérica no se entienden
bien las diferencias. Hay diferencias de orden racial:
la importancia del elemento indígena en países
como México, o el elemento negro, como es el
caso de Cuba; pero, aparte de eso, la historia es
la misma. La historia de los siglos xvi y xvii fue
fundamental. Son los momentos de madurez de
España, en los cuales se realizan grandes creaciones.
Tú que has estado en México ahora, te habrás
dado cuenta de algo que en Europa se ignora e,
incluso, los mexicanos ignoran: la riqueza de la
arquitectura que va de los siglos xvi al xviii. Ésa
no es inferior a nada de lo que se había dado en
Europa. El barroco mexicano –pero no solamente
el barroco– es una arquitectura que tiene un valor
mundial. Hay tres momentos en la arquitectura
de América: el precolombino, en México y en
Perú; los siglos xvi y xvii, en México y, algo menos,
en Perú; y el de la época moderna, en Estados
Unidos, en Nueva York y Chicago. Me parece
importante lo de la arquitectura porque está muy
ligada, a mi juicio, a la poesía. La arquitectura es
una civilización. Hay dos cosas muy importantes:
la arquitectura y la poesía tienen algo en común,
ambas son creaciones artísticas, pero también sirven
para vivir.
–Ambas se habitan.
–Ambas son habitables, lo cual no ocurre con
la pintura o con la música.
–Quisiera que me dijeras algo sobre el lenguaje
en Borges. Si en el caso de Neruda hay como una
oscilación, una penumbra conflictiva entre los signos
y las cosas, el de Borges es claro, muy distinto
al del poeta chileno.
–En Borges, de lo que se trata más bien, sobre
todo en el último Borges (porque hay muchos
Borges; el que más me gusta es el segundo Borges,
cuando ha abandonado sus tics ultraístas y
tiene ecos de Quevedo); bien, Borges tiende hacia
la transparencia del lenguaje para que las cosas
aparezcan, y luego las cosas también desaparecen,
porque han sido borradas. Yo diría que la estética
de Borges es la estética de la desaparición.
–Hay, en ese sentido, una actitud budista que
sería nueva en la poesía hispanoamericana.
–En él hay un escepticismo radical. Tiene que
ver con Schopenhauer. De lo que no se habla mucho
es de que el gran filósofo de Borges –y esto
lo dice también un crítico italiano– es Schopenhauer.
También fue el gran filósofo de Unamuno.
Pero Unamuno era demasiado español, de modo
que no podía entender el budismo de Schopenhauer;
pero Borges sí lo entendió. Unamuno cristianiza
la desesperación.
-Además, Unamuno sería un budista al revés. Yo creo que lo que quería salvar era el yo. En el caso de Borges, y volviendo a lo de antes, hay en él una invocación a los nombres, cpompo si éstos, en sí mismos, conllevaran el mundo.
–Bueno, sí, son como mantras.
–Cambiando de poeta y de país. Recuerdo que
en el libro que dedicaste a la «tradición moderna
de la poesía», Los hijos del limo, escribiste refiriéndote
a Juan Ramón Jiménez que los «los universos
caben en una copla». En tu reciente libro de
poesía, Árbol adentro, en un poema de homenaje
a Bashō, dices que «El mundo cabe/ en diecisiete
sílabas». ¿Cuáles son los valores que se deducen
de esta concepción del poema?
–Yo creo que tiene que ver con la filosofía griega,
porque ellos se dieron cuenta de la paradoja de lo
infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande.
En cierto modo, ambas magnitudes son impensables,
y por otro lado lo pequeño es un mundo
por sí mismo, es infinito. Un poeta que me gusta
mucho, Blake, habló de ver el mundo en un grano
de arena. Posiblemente como un recuerdo inconsciente
de Blake, al hablar de Juan Ramón y de la
inmensidad que cabe en una copla, dije esto. Y otra
vez, haciéndome eco –uno no hace sino variaciones
de algo que le tocó profundamente en la infancia
o en la adolescencia, vuelve en una variación lo de
Bashō. No podía decir más sino que nuestro mundo,
el mundo moderno, es un mundo de cantidades,
de medidas. Sin embargo, una meditación algo
profunda sobre lo pequeño y lo grande deshace las
medidas. El mundo de las cantidades desaparece.
–De esta opinión se deduce una crítica de la retórica,
de la extensión.
–Bueno, no tanto, porque entre los poemas que
yo quiero mucho hay…
–Me refiero –me apresuré a aclarar– a la extensión
retórica.
–Yo diría que estoy en contra de la explicación.
Adoro las explicaciones en la prosa, en las notas, en
la crítica. El crítico o el poeta cuando hablan de poesía,
tienen el derecho de ser corteses, de explicar, si
pueden. Pero la poesía aborrece las explicaciones.
He estado releyendo ahora una de las novelas más
hermosas del siglo xix, La cartuja de Parma. Sin
embargo, a pesar de la admirable concisión del lenguaje
de Stendhal, hay momentos en los que, con
una actitud muy del siglo xix, se pone a explicar
cosas que a un lector moderno no le son necesarias;
irritan. No son necesarias las explicaciones.
–Quizás una de las mayores concisiones de esa
novela sean esos trescientos escalones del lugar
donde está preso Fabricio del Dongo, los escalones
del deseo. Me gustaría que habláramos de Gorostiza,
un poeta bastante desconocido en España.
–Yo creo que todos los poetas de Contemporáneos
son bastante desconocidos en España.
–Sí, aunque tal vez Villaurrutia no tanto.
–Cuando aparece la Generación del 27 es contemporánea
de otros grupos: en Buenos Aires, en
Santiago; pero en general se trata de personalidades
aisladas, como Huidobro o Neruda, o demasiado
alejadas de las preocupaciones del 27.
Si hay una generación que en cierto modo hubiera
podido sostener un diálogo con el 27, hubiera
sido la generación mexicana de Contemporáneos.
Por ejemplo, el primer libro de Gorostiza se llama
Canciones para cantar en las barcas, publicado
en 1923, y tiene que ver con los libros de Alberti,
de Gerardo Diego y de Lorca. Es una vuelta a la
poesía tradicional española y, también, a la poesía
tradicional mexicana, que tiene el mismo origen
que la española. Algunos de ellos, como Villaurrutia,
sufrieron la influencia de Juan Ramón
Jiménez, quien también influyó en la Generación
del 27. Todos ellos hacen poemas breves y, al mismo
tiempo, tienen una curiosidad muy grande.
Quizás fueron más curiosos, intelectualmente hablando,
los Contemporáneos: conocieron mejor y
más profundamente la literatura francesa y, sobre
todo, son los primeros que conocen a los poetas de
lengua inglesa, mucho antes que los argentinos y
los españoles. Las primeras traducciones de poetas
norteamericanos salieron en México, en mil
novecientos veintitantos.
»Es un grupo de poetas con obras muy escasas,
menos Pellicer, que es un poeta muy caudaloso.
Pellicer es el gran poeta del paisaje americano.
Pero, curiosamente, los grandes poemas de Pellicer,
a mi juicio, se derrumban. Lo que queda más
de Pellicer son poemas breves. Es un poeta dotado
de una de las imaginaciones más frescas de
nuestra lengua. Para encontrar algo parecido hay
que buscar a Huidobro y posiblemente a Gerardo
Diego. Hay una serie de imágenes de Pellicer
extraordinarias, ¿no? Como aquello de «hay azules
que se caen de morados», y esta otra un poco
humorística: «El caimán es un perro aplastado».
Quizás el más riguroso de ellos, con una obra
muy escasa, fue Gorostiza. Éste publicó ese libro
del que hablábamos: un libro precioso, en el que
aparece también el haiku muy tempranamente,
y pequeños poemas de tipo tradicional. Después
de un silencio –sufre la experiencia de la poesía
francesa, de Valéry, de la inglesa probablemente–
escribe este poema, Muerte sin fin. Es un poema
filosófico, en cierto modo, también influido por el
zen, no sé si el budismo de Schopenhauer; pero en
fin, hay esta idea. Y la arquitectura del poema
es musical. Lo publicó en 1939, cinco años antes
de que Eliot publicara Four Quartets; pero tienen
la misma idea: el poema como una suerte de sonata
o de sinfonía. Es un poema que empieza como
una orquesta, después hay un solo (Baile) y, a continuación,
otra vez el poema. Y termina como un
baile. De modo que tienen una arquitectura musical.
Me lo dijo varias veces: está construido como
una composición musical.
–¿La tradición inmediata de Muerte sin fin está
en Valéry y Guillén?
–Ahí está; tiene mucho que ver con los grandes
poemas filosóficos de Valéry, es decir, con El
cementerio marino, y es muy distinto al mismo
tiempo. El lenguaje se parece a veces al de Guillén,
pero es porque los dos son herederos de la
poesía francesa y, sobre todo, de Valéry. Pero son
dos poetas distintos. Guillén nunca acometió un
poema de ese rigor y proporción. Además, Guillén
está signado por una afirmación vital: el mundo
es; mientras que lo que dice José Gorostiza es que
el mundo está cayendo continuamente hacia el no
ser. El mundo se está deshaciendo.
–En ese sentido hay un paralelismo con la idea
heideggeriana de que el hombre es un ser para la
muerte.
–Sí, pero no. No hay influencia de Heidegger.
El tema de la muerte es común a todos los hombres
y a todas las épocas, pero cada época, cada
momento piensa la muerte de un modo distinto.
Además, es una especie de regreso de una manera
cíclica a ciertos temas y obsesiones. En el caso
de México, toda esta generación, en un momento
difícil para ellos, ante un país hostil a su poesía,
un país obsesionado con el nacionalismo y el arte
popular, ellos oponen un arte solitario y aristocrático,
difícil, hermético. Entonces, en algunos
de ellos, el tema de la muerte se convierte en un
tema central. Villaurrutia escribe Nostalgia de la
muerte; Muerte sin fin, Gorostiza, Ortiz de Montellano,
Jorge Cuesta, etc. En fin, cada uno de ellos
tiene algún libro dedicado al tema de la muerte.
Ahora bien, yo creo que el poema de Gorostiza
es uno de los grandes poemas de la lengua. Tiene
que ver, por una parte, por su rigor verbal, sintáctico,
con Góngora. Hay ecos de Góngora en ese
poema y, también, cierta relación con un lenguaje
demasiado transparente, demasiado abstracto,
cristalino, de Guillén y Valéry. Además, está lleno
de resonancias de la poesía inglesa y de otras cosas.
También hay, en el interior del poema, parodias
de la poesía modernista, por ejemplo, cuando
habla del «león asirio» o del «cordero Luis XV»,
cuando está pensando en algunos modernistas
como Herrera y Reissig, Rubén Darío y otros.
–El final del poema es muy mexicano, el bailecito.
–Pero antes, cuando habla de la muerte, se refiere
al solo de la flauta y su «cachonda serenata». Ahí
hay una introducción del lenguaje coloquial junto
con el lenguaje más exquisito. Esto no ha sido visto.
Esta expresión, «la cachonda serenata», se refiere a
que la voluptuosidad es la madre de la muerte.
–Por eso la llama «putilla del rubor helado».
–Claro. Rubor helado porque está pintada. Las
mejillas rojas o rosadas de la putilla es la muerte.
La muerte maquillada y presuntamente inocente.
–Está en la tradición tópica de la dualidad amor/
muerte de la poesía medieval y renacentista.
–Sí, claro. Es un poema en el que, como la
muerte es infinita, nunca acaba de morir. Poema
paradójico: no ha tenido descendientes. Yo fui
amigo de Gorostiza, lo quise mucho y escribí uno
de los primeros ensayos sobre este poema. A él le
gustó y pidió que fuera el prólogo a la segunda edición
del poema. Ahí, más o menos, digo esto. Que
es el gran monumento de la forma, que la voluntad
de forma se erige a sí misma. ¿Qué oculta? La
muerte de la forma. No es un poema personal: el
yo desaparece como un yo abstracto. En este sentido
se enfrenta tanto al romanticismo de Neruda,
al nativismo y religiosidad de Vallejo, como
a Borges. Porque es lo contrario: es un lenguaje
abstracto, un lenguaje puro, la última consecuencia
del simbolismo. Decía antes que no ha tenido
descendientes porque los demás nos hemos ido
por el camino del tiempo. Pero repito: es uno de
los grandes poemas de nuestra lengua.
–En alguna parte has dicho que el exceso de
amor a las formas es un monumento, en alguna
medida, a la muerte. En el caso de Gorostiza habría
algo de cenotafio: monumento en el lugar
donde no está el cuerpo.
–Sí; esto de la muerte se me ocurrió viendo los
maravillosos monumentos a la muerte en la India
construidos por los islámicos. Son grandes palacios
a la muerte, como el Taj Mahal. Muerte sin fin es un
poco eso: es un monumento transparente, que es la
muerte, la muerte que se edifica a sí misma. Lo que
cae ahí, incansablemente, es la transparencia.
–Sería necio hablar de la poesía hispanoamericana
sin hacer referencia a tu obra. La pregunta
podría ser sobre tu propio hacer poético.
–No sé si podría definirlo. Realmente es muy
difícil. Uno siempre se puede equivocar.
–Al menos podrías hablar de lo que te gustaría
que fuera.
–Yo quise mucho a Pepe Gorostiza, pero mi pasión
fue la contraria. He pensado siempre que la
poesía responde a las provocaciones, seducciones
y retos del tiempo. El tiempo interior y el tiempo
exterior. Después de todo, ¿qué es la poesía?
Creo que es un testimonio de la vida, fundamentalmente.
En este aspecto mi poesía es profundamente
personal. También he pensado que no es
lo mismo el poeta que escribe que el hombre que
vive. Pero tampoco son radicalmente opuestos; es
decir, hay una continua comunicación. Y es lo que
yo he querido restablecer, la comunicación entre
el poeta y la obra. Que la obra no sea el mero documento
de la vida del poeta, pero tampoco que la
obra sea simplemente una forma, sino que sea una
forma vital.
–Yo creo que eso se ve muy claro en Árbol
adentro, por no mencionar otros libros tuyos. Me
refiero a ese vínculo o puente entre las palabras y
la vida.
–Eso por una parte, y por otra, yo creo que nadie
tiene la última palabra. Lo que les reprocho a
ciertos poetas, a ciertas poéticas, mejor dicho, es
la arrogancia: pensar que tienen la última palabra.
Un hombre demasiado seguro de sí mismo, o dice
tonterías o bien, si tiene genio, no acaba de decir
lo que tiene que decir, como es el caso de Mallarmé.
Mallarmé sabía lo que iba a decir, y sin embargo
no acabó de decirlo.
–En ese sentido, la poesía contiene una oscilación
que es una corrección continua. Frente a lo
marmóreo de algunas poéticas, también de algunos
poemas, esta actitud de la que hablas es un
presentir que las palabras y las cosas no coinciden,
pero deberían coincidir.
–Sí, bueno, en la poesía también hay una nostalgia.
Hablábamos al principio del origen. Yo diría
una nostalgia del origen, es una nostalgia y el
recuerdo también de aquel momento maravilloso
de los primitivos o de la infancia en que las cosas
y las palabras eran lo mismo, en que decir y hacer
eran un solo acto, en que las cosas coincidían
con sus nombres. Pero hay un momento en que se
deshace. La poesía es una tentativa por restablecer
ese vínculo mágico.
–Tu poesía se ofrece o aparece como un doble
del mundo. El signo no tiende a señalar ni a
explicar, sino que es, en alguna medida, una presencia
sin reverso.
–No sé, ojalá. Bueno, a veces sí, otras no. Eso
tal vez sea demasiado Mallarmé… Puede que no.
–¿No hay un intento de responder en Blanco a
ese vacío que contempló Mallarmé?
–Bueno, yo sí creo; pero en todo lenguaje hay
una hendidura. En Blanco también hay una desaparición
del lenguaje. En todo lenguaje humano
hay una hendidura, si no la hubiera seríamos dioses.
Esto sería la poesía: la nostalgia y también la
asunción de la hendidura. Sí, hay una hendidura.
–Creo que con eso podríamos acabar.
–A mí me hubiera gustado decir algo sobre España.
¿Qué es lo que me podría distinguir a mí de
las generaciones anteriores? No es que yo sea mejor
ni peor, sino que por una fatalidad de la época,
en mi generación la noción de historia ha sido
más profunda. Esa noción de la historia, por una
parte, es una noción del presente: vivimos en un
momento en el que muchas de las ideas del siglo
xix se han desmoronado, y al mismo tiempo está
el pasado. Nuestro pasado es inconcebible sin España.
Es el origen y la puerta de acceso a la universalidad,
pero naturalmente hay que trascender
lo español. Hay un diálogo con los españoles y con
la literatura española, pero este diálogo tiene que
ser contradictorio, como todos los diálogos importantes,
con síes y noes que no es mero acuerdo. Un
diálogo y no un monólogo. Es algo que olvidaron
con mucha frecuencia los españoles, y también
los hispanoamericanos. Lo que caracteriza a mi
poesía es esta noción profunda del tiempo. Y ese
tiempo mío, individual, es también un tiempo histórico
que se resuelve finalmente en algo que no es
histórico: la poesía, la condición humana, etc. Lo
que me ha interesado a mí es insertar la historia
en el poema. Esto se había dado de forma distinta
en los poetas anteriores.
–Sí, pienso, por ejemplo, en Piedra de sol, en
el cual el tiempo personal y el tiempo del poema
llevan una inclusión del tiempo histórico.
–Y lo mismo ocurre en otros poemas; y en los
que no aparece de un modo muy claro, aparece
como reverso, por ejemplo, en Blanco. En él lo
paradójico es que el lenguaje termina en silencio,
el cuerpo termina en blanco, hay una anulación
del paisaje, etc. En él también podemos ver una
influencia del budismo, pero un budismo muy
distinto del de Borges. Una de las grandes ausencias
de Borges es el otro. Borges siempre ve al
otro como enemigo. Es un hombre armado con un
cuchillo. Los personajes de Borges tienen un cuchillo
o tienen la dialéctica, ambas son armas con
las que aniquila al otro. Es un mundo sin pareja.
A propósito de Borges, hay algo que quiero decir:
es un gran poeta menor. Tenerlo como un poeta
central de nuestro tiempo es un error. Es un escritor
extremo, uno de los extremos. Alrededor de
Borges hay una beatería molesta, como toda beatería.
Borges no tuvo compasión. Miró la historia
de su pueblo y de los demás pueblos sin compasión,
salvo para con su propia familia.
–¿Qué dirías de su actitud social, siempre un
tanto punzante, paradójica?
–Eso le viene del ultraísmo. Le gustaba molestar.
A lo largo de los años cambió de pensamiento,
pero no de actuación. Pero volviendo a nuestro
tema: en la obra de Neruda sí hay pareja, y creo
que en mi poesía también. Cuando he explorado
el budismo, lo he hecho desde la vertiente opuesta
a la de Borges. No la meditación solitaria sino
a través del erotismo. Es decir, desde otra rama
del budismo, antagónica, contraria o digamos que
distinta. De esta manera la noción de la historia se
puede trascender. Yo creo que esto está dicho, más
o menos, en Pasado en claro: hay salida de la historia.
Y llegamos a un tercer momento que puede
ser de contemplación o de fijación con la pareja.
–¿Blanco se puede leer, entre otras múltiples
lecturas, como una respuesta a esos dos puntos
con los que se cierra Piedra de sol? Piedra de sol
finaliza con los primeros versos con los cuales comienza,
es una vuelta a la historia.
–Exactamente. Ahí estamos condenados a repetirnos,
en cambio Blanco es una tentativa por
disolver la oposición.
















