Haz música, María

PALOMA FADÓN. para Sur Literatura MZ. Claros del Bosque_Página_09

Maria Elizalde Frez

(Doctora en Filosofía, profesora en el Instituto Margarida Xirgu de Hospitalet del Llobregat, profesora colaboradora de Estética y teoría del arte en la UOC y autora del libro Miguel Pizarro Zambrano: la vida vivida y transformada en poesía)

Me llevaban en un utilitario hacia la salida sur de Bogotá. Desde el sur de la ciudad hasta la salida sur hay una hora de trayecto, al menos: cementerios junto a edificios de viviendas, rodeados de calculados pero efímeros tenderetes de ventas de flores, unos metros más allá ventas de carne cruda en grandes cortes con su olor característico a sangre y podredumbre. A estos turbios olores se mezclan los efluvios de miles de tubos de escape en diez carriles atascados de coches, autobuses de transporte masivo, busetas, flotas, camiones, tractomulas, motocicletas, hormigoneras, que respiramos miles de ciudadanos sentados, a pie, de pie o en bicicleta.

Diez carriles, más de una hora de trancón en mitad del sur de una ciudad del sur del planeta. Allá en esta mitad de este todo, que creeríamos que es lo contrario al vacío, pero no, no es así, estaba sentada en ese coche silencioso, cuatro personas viajaban conmigo y ninguna hablaba, sólo mirábamos por las ventanas el paisaje urbano del neoliberalismo del sur. Sin anuncio previo, sonaron las primeras notas de ese teclado que introduce la poesía de Miguel Hernández (con quien María Zambrano había ido a llorar junto al Manzanares por los respectivos amores),

Menos tu vientre,

todo es confuso.

Menos tu vientre,

todo es futuro

fugaz, pasado,

baldío y turbio.

Hubiera querido pensar en la belleza de las palabras simples de Hernández en una musicalización simple de Serrat, la belleza de la fundamentación de las emociones básicas del ser humano. Pero no pude. Yo, desde Europa, dedicada a la filosofía, con recorrido cultural amplio, admiradora de las vanguardias artísticas del XIX y del XX, lectora de Nietzsche y de Wittgenstein, experta en Zambrano y la Generación del 27, buscadora de cartas en archivos institucionales y privados, lectora voraz de todo lo que cayera en mis manos desde los seis años, yo todas estas cosas y muchas más, sentada junto a un filósofo kantiano, que conducía y conocía como yo las poesías de Hernández en la música de Serrat, que frente a copas de vino de mi tierra había aprendido que los almendros, los olivos y los pinos conforman el paisaje nuestro, los europeos mediterráneos y que esa luz del atardecer de septiembre trae moscas y olor a vendimia a la casa. Viento del pueblole contó la historia de tanta gente que pudo conocer en muchos lados del planeta que han sufrido guerras, silencios que todavía se dan entre vecinos, hambres que se esconden muchísimos años después.

Asombrosamente, la belleza me pareció cínica en mitad de la fealdad del mundo que me envolvía y que nadie parecía percibir más que para despreciar. Y me dije que el desconsuelo frente al mundo en guerra de Miguel Hernández no era el mismo desconsuelo de la actual vida cotidiana de millones de seres humanos que no están en guerra, pero tampoco en paz: “es un estado de no guerra”, escribió María Zambrano en el artículo Los peligros de la paz[1].

Hace ya varios años de ese momento, ya nada de eso existe en mi vida, mi vida es otra. No solo he visto la fealdad del sur de la ciudad donde residí; no solo esa salida sur tiene tal característica abrumadora. Los pueblos pequeños, las pedanías, las ciudades diminutas en islas paradisíacas del Caribe, los barrios humildes de ricas ciudades coloniales, las calles de la mayoría de las grandes ciudades son evidentemente lugares carentes de belleza. Todo lo construido por seres humanos parece dotado de fealdad en un país en el que la música conserva su origen popular, donde el verde de su paisaje es una sucesión de todos los verdes y azules posibles, donde el mar adquiere más tonos de los que Gauguin pudo reproducir.

Mi mirada cambió también en mi lugar de origen. Ya no fue necesario recurrir a la ciencia ficción desértica de Mad Max ni releer a Fukuyama para constatar que la fealdad nos aprisiona encerrándonos cada año un poco más en nuestros apartamentos blancos y pequeños de mobiliario idéntico: se amontonan urbanizaciones a medio construir en las costas mallorquinas, las ondulaciones de los campos que rodeaban a Madrid son ciudades dormitorio, algunas despobladas. Los huertos mancomunadosde algunos pueblos catalanes son ahora polígonos industriales, los campos de árboles frutales son monocultivos de viñedos sujetos a alambres, la vega granadina ha sido engullida por un infinito urbanizado, la necesidad de carreteras que dan acceso a los ansiosos esquiadores a sus soñadas laderas blancas a base de nieve artificial ha obligado a dinamitar montañas.

Frente al crecimiento codicioso, ¿cómo podemos seguir la máxima kantiana, ¿cómo entender a Kant? ¿Cómo explicar en las aulas de bachillerato que no necesitaba más que “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”? ¿A qué estrellas invocaremos a través de la contaminación lumínica? ¿Qué moral soporta convivir con la política pragmática cuando no corrupta en materia de urbanismo?

Fueron la música y la poesía, no la naturaleza ni la pintura, ni siquiera una representación de teatro del absurdo, las que me advirtieron del giro radical que el mundo está sufriendo en cuestiones estéticas y por añadidura morales y ontológicas. Y deseé saber, tal y como Aristóteles nos aseguraba en la primera frase de su Metafísica: “todos los seres humanos por naturaleza desean saber”. ¿Por qué la música y la poesía? ¿Por qué su silencio, o más bien la imperceptibilidad de la música que se empeña en seguir siendo? ¿Necesitamos de un entorno adecuado, de un estado anímico preciso para apreciar la belleza? Entonces Nietzsche caería con sus diatribas, caería tras él Schopenhauer, caería María Zambrano y su razón poética porque no hay donde procurarse una experiencia estética. ¿O quizá simplemente estamos asistiendo al fin de la belleza frente a la dominación que es la fealdad y ya no podemos contar con los discursos que suponían el arte como aquello que hace al ser humano trascendente?

Son muchos interrogantes que nos llevan a caminos pesimistas. Pero son interrogantes, no conclusiones. Si acaso de los interrogantes surgiría una propuesta sin pretensión de verdad, mucho menos universalidad. Los interrogantes abren camino para pensar: andemos.

Si empezamos por el pesimista Schopenhauer, su mundo fue el del inicio de la Primera Revolución Industrial. Schopenhauer debió observar cómo nacían las fábricas, “muestras de codicia y egoísmo”, escribió, aunque su opinión no era óbice con la repulsa que le causaban las revoluciones obreras. Era un mundo convulso en el que ganaba terreno un nuevo orden social, conviviendo lo rural y la industria como un mal matrimonio. Este es el mundo como representación. Bajo la representación se halla la cosa en sí, o la voluntad a la que de casi ningún modo tenemos acceso y no podemos saber de ella nada con seguridad. La voluntad schopenhaueriana, tan ciega, impulsiva, que se concreta y objetiva en la acción, es también voluntad de vivir, el impulso de vida que encontrábamos en la naturaleza. Esta voluntad de vida nos hace esclavos de ella, pues es necesaria para la supervivencia de todos los seres vivos, y es ella misma la raíz del mal porque nos obliga a vivir.

Para huir de este sometimiento impuesto por la voluntad de seguir vivos tenemos una salida no muy agradable: el ascetismo. Pero a quien no puede, o no sabe ser tan virtuoso, le queda una puerta por la que escapar de la esclavitud, que es nada más y nada menos que el arte o más bien la contemplación estética de la naturaleza o de una creación artística. Porque la contemplación de lo sublime hace que el tiempo se anule. Porque el interés que tenemos sobre todas las cosas, incluso nosotros mismos, desaparece. Porque la misma contemplación es desinteresada. Porque se silencian las apariencias en nuestra conciencia durante unos minutos sin temporalidad.

Se sabe que Nietzsche amó para después odiar a Schopenhauer. Y llamó poder a la voluntad. Y ese poder emana de un corazón, del corazón del mundo. Para Nietzsche, como para su despreciado maestro, el corazón del mundo tiene un acceso casi inaccesible. En El origen de la tragedia, Nietzsche cree ver en los griegos antiguos la solución, pues ellos transformaban la vida y el mundo a través del arte, creando así las condiciones de posibilidad de decir sí a la vida, el principio rector del pensamiento nietzscheano (o su vida, que viene a ser lo mismo).

Como Schopenhauer, la música es para el filósofo vitalista el arte supremo, por encima de la poesía, y el motivo por el que Schopenhauer había ensalzado a la música por encima de la poesía, era porque ésta necesita de los conceptos y “la constante preocupación por enriquecer los conceptos con intuiciones es la misión de la poesía y de la filosofía”, de manera que no deja de ser representación (ficción, dirá Nietzsche). En cambio, la música no expresa ideas, no requiere de conceptos, sino que se acerca a la expresión de la cosa en sí y su naturaleza es capaz de transmitir de forma desinteresada aquello que subyace en el fenómeno, la realidad, la voluntad, la cosa en sí.

La diferencia entre ambos radica en el sí a la vida nietzscheano frente al ascetismo schopenhaueriano: Nietzsche, el gran exaltador de la vida frente al mundo terrible, frente al dolor, frente al mal, la sonrisa etílica de Dioniso, el carnaval, el baile: la música. Schopenhauer el gran pesimista en busca de la perfección moral a través del ascetismo. “El arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida”, afirmaba Nietzsche.

Más allá también del siglo XIX, y en otro idioma, el castellano, María Zambrano, filósofa malagueña, pero sobre todo filósofa exiliada, mostró, como Schopenhauer y Nietzsche, el lugar que el arte debería ocupar en el mundo humano. Y una vez más, la música es elevada a la supremacía de las artes por su cualidad atemporal, pero también por estar unida al centro del ser:

La música está aún más apegada al origen, al paraíso primero, pero incompleta en su abstracción; es el giro y movimiento, el ritmo desprendido de los cuerpos, algo que no debería ser oído; pues extrañamente siempre que la escuchamos, esa música que llega a la perfección, sentimos que “aquello” no debería de ser oído sino íntimamente consumido; de que “aquello” que debería ser simplemente nuestra casa, el armazón del lugar en que unidos transparentes a todo, viviésemos sin vivir. Los sentidos son abstracciones y no nos traen nada más que aspectos desgajados de la vida perdida unitaria.[2]

La música toma una relevancia especial en nuestra filósofa, a pesar de que no dedica tanta atención como a la poesía. La música está en el latir de nuestro corazón, el sonido propio que reconocemos, la música está en el ritmo de los textos filosóficos, en los giros de pensamiento, en las huellas de cada uno de nosotros: la música está siempre presente de un modo u otro en nuestro devenir, en los pasos del andar, “la música sostiene sobre el abismo a la palabra”, nos dice en Claros del bosque:

Porque la música es, desde un principio, lo que se oye, lo que se ha de oír, y sin ella la palabra decae adensándose, camino de hacerse piedra, o asciende volatilizándose, defraudando. Gracias a la música la palabra no defrauda; privada de ella, aun siendo palabra de verdad, y más si lo es, se desdice.[3]

Es conocida la razón poética como tesis principal de María Zambrano, fundamentada en la juventud y trabajada a lo largo de la vida: hay una fuente única de donde brotan filosofía y poesía –“es la unidad de la poiesis, expresión y creación a un mismo tiempo en unidad sagrada”[4]-, la necesidad de la filosofía de ampliar su lenguaje y su pensamiento al modo del pensamiento poético, es decir, de la creación, al modo musical de Nietzsche. Porque la filosofía había propiciado el allanamiento de caminos para monstruos, como los monstruos de la razón en Goya; la misma idea se repetía en el siglo XX, después de la Guerra Civil Española, de las guerras europeas, de las dictaduras en los países latinoamericanos, de los alzamientos dictatoriales en cualquier rincón. La razón ya no era garantía suficiente para el progreso social. El sueño ilustrado desembocó en todo tipo de dictaduras, también en los totalitarismos. Esta es la advertencia de María Zambrano en Filosofía y poesía, en Los intelectualesen el drama de España, y en muchas de sus obras posteriores, así como en muchos de sus epistolarios, pues jamás abandonó ya esa idea también pensada por filósofos europeos. La contemplación estética nos da un respiro frente al horror del mundo, pero además nos anula la conciencia dejando paso a otras formas de visión:

Y este quedarse, que es quedarse en calma y en silencio –en el de dentro también-, supone un sobrepasar un cierto pasmo aceptándolo, que así en el pasmo sucede. El pasmo, en el que la conciencia se retrae apegándose al alma, juntándose con ella. Y entonces los sentidos  se ensanchan, pues se llenan y se afinan, la mirada se sutiliza recorriendo el interior de esta presencia que es también su exterioridad, pues pintura es, y ésta de [Ramón] Gaya da ejemplo, la manifestación de una interioridad, la revelación de algo oscuro que, sin dejar de serlo, se entra por los ojos para volver al lugar de donde salió: el alma, donde seguirá haciéndose, yendo así de la vida a la vida, hundiéndose en el lugar donde tiene su origen, para reaparecer más tarde, dentro y fuera del que mira, que ya así comienza a contemplar.[5]

En el mismo texto, Zambrano iguala contemplar una pintura a vivirla. Entiendo que este uso del verbo vivir, tal y como ella lo utiliza habitualmente, significa vivir de forma experiencial. Contemplar es tener una experiencia vital, suceso que nos actualiza en el sentido aristotélico, llegar al centro de la persona. La contemplación estética es consustancial al ser humano y es método de conocimiento, método necesario.

¿Cómo ver desde la filosofía hoy el mundo que nos rodea, que tiene la capacidad de impermeabilizarnos de tal modo que no nos llegue ni siquiera la música, y sea imposible lo que fue necesario para estos pensadores? Decía Schopenhauer que la sociedad se había entregado al pesimismo. Nietzsche afirmaba que el cristianismo llevaba necesariamente al nihilismo: es el cristiano quien desprecia la realidad del presente sosteniendo la esperanza en un más allá mejor y de esta manera relega su vida. Preguntaba a voz en cuello el loco de la Gaya ciencia: ¿quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?

El horizonte en demasiados lugares del mundo, para demasiada población es el horror del mundo, continuo, día tras día, con contaminación irrespirable, países con todos sus ríos contaminados, también irrespirables, con los paisajes verdes abiertos en busca de minerales que son necesarios para las tecnologías de hoy en día. Lugares por donde yo estuve de paso, pero donde millones de personas viven. ¿A qué belleza tienen acceso?

¿Será la clase social el rasero que nos definirá como esclavos perpetuos de la voluntad de vida? Lugares donde el paisaje fue imponente son hoy parques temáticos con un similar paisaje imponente, reordenado, pero protegido por un cristal plástico, o quizá cuerdas rodeando el camino que no nos permitirán acercarnos al paisaje en sí. La vista, más o menos nítida quedará satisfecha, las fotografías darán fe de que yo -quien sea ese yo no importa- estuve ahí. Lo mismo la obra de arte, expuesta y protegida con distintos cordeles de seguridad de distintos materiales, sean rudas cuerdas, o bien cuerdas simbólicas como el precio de la entrada al museo que lo contiene, o cuerdas todavía más serpenteantes y transparentes, como la casi abolición con previa ridiculización de las humanidades en la educación.

Entonces, ¿cómo conseguir determinada actitud contemplativa frente a una obra de arte o frente a la conmovedora naturaleza? ¿Cómo abrazar este horror planetario de dimensiones inhumanas, tan alejado el espanto de la belleza, de lo que una vez aprendimos que era la buena vida y la vida buena en nuestro universo de educación platónica y aristotélica? Quizá tomándonos en serio a María Zambrano, leyéndola en profundidad, aplicando su método, escuchando también a sus antecesores. Es posible pensar nuevas formas que amplíen el discurso estético y ético, que, desde el arte, pero también desde la necesidad humana de la belleza den una salida a este estado en el que estamos presos y que se llama codicia, fealdad, cambio climático, horror del mundo que ya no es abrazable ni defendible por su inmensidad. Porque no hay horizonte que nos limite, como escribió Nietzsche en la Gaya ciencia.

Parafraseaba en el título la expresión que recoge Platón el diálogo Fedón, cuando Sócrates, dialogando con los amigos y a punto de tomar la cicuta que le hará cumplir con la condena que el pueblo ateniense le ha impuesto, recuerdaque un sueño lo visitaba a menudo, aconsejándole: “¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!, y así lo hacía él, “en la convicción de que la filosofía era la más alta música, y que yo la practicaba”.

Escuchemos con atención la música de María Zambrano, quien incansablemente nos señala,en su filosofía, el camino a andar:

El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido.[6]


[1] Zambrano, María (2009). Las palabras del regreso. Madrid: Cátedra.

[2] Zambrano, María (2012). “España y su pintura”, en Algunos lugares de la pintura.[Edición, introducción y notas de Pedro Chacón]. Madrid: Eutelequia, p. 49.

[3]Zambrano, María (1977). “El concierto”, en Claros del bosque. Barcelona: Seix Barral, p. 97.

[4]Zambrano, María (2007). “Consideraciones acerca de la poesía”, en Algunos lugares de la poesía. Madrid: Trotta, p. 61.

[5]Zambrano, María (2012). “La pintura en Ramón Gaya”, en Algunos lugares de la pintura, p. 138.

[6]Zambrano, María (1977). Claros del bosque. Barcelona: Seix Barral, p. 11.

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