Sebastián Gámez Millán
Tengo para mí que uno de los principales atractivos de la personalidad y la obra inclasificable de María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904-Madrid, 1991) reside en el poder transformador del pensamiento, en concebir la filosofía no tanto como una teoría sino antes bien como una práctica, si es que la una y la otra son disociables. Al menos desde 1939, desde el inicio del exilio, desde la redacción del ensayo “San Juan de la Cruz. De la `noche obscura´ a la más clara mística”, que comenzó a escribir para Hora de España; incluso desde antes, desde su inconclusa tesis doctoral, “La salvación del individuo en Spinoza” (1935). No es casual que compare el proceso de ascetismo poético y místico de San Juan de la Cruz con el filosófico de Spinoza.
Por tanto, esta concepción de la filosofía, de la poesía, de la mística, en definitiva, de la escritura como praxis sobre sí, es anterior a los ejercicios espirituales de Pierre Hadot, la cura sui o las tecnologías del yo de Michel Foucault, solo que Zambrano no lo conceptualizó, sino que más bien lo expresó por medio de luminosas metáforas. Como es sabido, el historiador de las ideas Michel Foucault se inspiró durante la génesis de Historia de la sexualidad (1976) y, sobre todo, en Hermenéutica del sujeto (1981-1982) de “los ejercicios espirituales” de Pierre Hadot, con los que ambos, y otros pensadores (Peter Sloterdijk, Alexander Nehamas, Wilhelm Schmidt, Ángel Gabilondo, Miguel Morey…), han redefinido hacia un giro práctico la concepción de la filosofía en las últimas décadas.
En una línea de interpretación cercana a los llamados ejercicios espirituales de Pierre Hadot o la cura sui de Michel Foucault, donde la palabra poética y filosófica se funden y adquieren un valor casi performativo de transformación de sí, interpreto el exilio en María Zambrano. Su vida y su obra son inconcebibles sin el exilio. Asimismo, la comparo con otras figuras del exilio, como la del amigo y poeta Luis Cernuda, con el que mantiene no pocos vínculos.
“El exilio que me ha tocado vivir es esencial. Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida pero que una vez que se conoce, es irrenunciable”[1], escribió María Zambrano unos años después de su regreso a Madrid, tras sus largo peregrinaje, casi cuarenta y cinco años de exilio en lugares como París, México, La Habana, Puerto Rico, Roma, La Piéce, Ferney- Voltaire, Ginebra… ¿O tal vez habría que decir, con mayor propiedad, que ella, desde que nació, o al menos desde que tuvo conciencia de sí, no se sintió sino exiliada? O quizá más exactamente que ella se fue amoldando de manera progresiva al perfil sin sombra del exiliado como el camaleón se amolda a los tonos del cambiante entorno: cuestión de supervivencia.
Sospecho que la cuestión del exilio en María Zambrano, como en Luis Cernuda, no se puede reducir a un fenómeno político, aunque también esta circunstancia resultara crucial, en su pensamiento, en su vida, para socavar aún más los cimientos, para lograr el hundimiento sin fondo; a veces, para curar o dejar de sentir una herida lo más efectivo es abrirla, ensancharla todavía más. Asimismo, intuyo que la cuestión del exilio hay que rastrearla en Zambrano no sólo como una forma de expatriación, sino, fundamentalmente, corno un modo-límite de situarse ante la vida, como un modo de estar, que pese a lo oscuro y desasosegador que puede ser, invoca el misterio y la extrañeza de cuanto le circunda. En tal sentido se es exiliado, y en tal sentido no me parece inoportuno recordar que de distintas maneras confluyen las figuras del poeta, del artista, del místico, del nómada y del filósofo, que mantienen en común su distancia de la doxa y su voluntario hundimiento, ese ponerse en los límites, náufragos a la deriva.
“El exiliado -escribirá Zambrano- es el que más se asemeja al desconocido, el que llega, a fuerza de apurar su condición, a ser ese desconocido que hay en todo hombre y al que el poeta y el artista no logran sino muy raramente llegar a descubrir”[2]. “Yo soy otro”, declaró Rimbaud. Para sentirse o ser un exiliado basta, sí, con mirarse detenidamente a sí mismo, con pensarse, pensar y pensar bien, hondamente, hasta desprenderse de esa doxa que nos envuelve, lo cual suele ser una tarea incómoda e ingrata; pensar de tal manera que uno se vuelva extraño para sí mismo, que se sienta extranjero de sí, que no se reconozca. Borrar el nombre, el nombre que hemos incorporado a través de nuestra existencia, y que nos creemos que somos.
Como sugería aquél, el rey que se cree rey no es más loco que ése que se cree ese. Tenemos la alentadora costumbre de creemos que somos alguien, alguien que enseguida identificamos con el nombre con el que nos bautizaron o con el que habitualmente nos llaman. Y esto produce que nos sintamos como en casa, que olvidemos el desconocido que somos para nosotros mismos, que olvidemos a más la desconcertante extrañeza, el misterio inasible de cuanto nos rodea. Con los nombres comunes, al igual que con los lugares comunes, disipamos la inquietante extrañeza de lo ajeno, de lo otro.
Mucho se ha escrito, sobre todo desde visiones historicistas y novelísticas, de los largos pesares del exilio, corno se escribe de todo aquello que se padece o se arrastra; sin embargo, que yo sepa, poco se ha escrito y hablado del exilio como “escuela del vértigo”[3], tal como certeramente lo designa Cioran; del exilio como “excelente escuela de fraternidad”[4], según lo denominara Edmond Jabès; del exilio como crisálida, como zona intersticial entre el estadio de oruga y el de mariposa, tal como cabría hablar del exilio según se desprende de algunos escritos de Zambrano; o del exilio como viaje hacia la desnudez; tal como he sentido retornando a escritos de Zambrano, San Juan de la Cruz, Cernuda, Cioran y Jabès.
En este ensayo, cuya forma definitiva aún desconozco más intuyo que se me irá revelando conforme lo vaya tejiendo, quisiera oscilar, naufragar, perderme por estos lugares menos recorridos del exilio, aunque ello pueda suponer olvidar el dolor inmenso de los otros exiliados, por lo que pido disculpas si no los considero como quizá debiera. Decía que Zambrano debió padecer el exilio antes de exiliarse, debió vislumbrar qué es ser un exiliado antes de que el 28 de enero de 1939 cruce la frontera francesa, abandonando España. Y es que desde muy niña mudó de hogar en varias ocasiones con tan sólo cinco años: de Vélez-Málaga, donde nace un 22 de abril de 1904 y donde permanece hasta los cuatro años, a Segovia en 1909, pasando una breve estancia en Madrid.
Estos cambios de hogar, a tan corta edad, imagino que debieron ser difíciles y dolorosos. ¿Cómo llamar hogar a lo que se sabe tan perecedero? Aunque a veces el hogar perecedero y perdido arraiga en nuestro interior y con nosotros lo llevamos más nítidamente que si estuviéramos en él, como da la impresión de que suceda en aquella película de Orson Welles, Ciudadano Kane. Stefan Zweig, que fue otro célebre exiliado, decía que si había un río en el lugar en el que crecimos probablemente lo oiremos siempre. Algo similar dijo Zambrano a su vuelta respecto del imborrable olor del limonero y el rumor del agua ensimismada.
Quiero decir con esto que Zambrano, por las diversas circunstancias de la familia y los infinitos azares de la vida, parece que desde muy niña ya se debió ejercitar en el siempre difícil aprendizaje del exilio, amoldarse a la triste figura sin sombra del exiliado, entendiendo ahora por ello aquel que no se arraiga a patria ni lugar alguno; ya que arraigarse, tras los sucesivos desarraigos, conllevaría aún más dolor, implicaría desdecirse en su trayecto vital, pues ¿quién puede detenerse tranquilamente a pastar cuando su experiencia le ha desdicho en sucesivas ocasiones, insinuándole, con dolor, con angustia, que está de paso en cada lugar, que enseguida ha de marcharse de ahí? Corno extraordinariamente lo expresara Jabés: “El extranjero -valdría igualmente pensar en el exiliado- es la prueba de la fragilidad de todo arraigo; arraigado él mismo en el suelo ingrato de su arbitrario destino”[5]. Y porque no se arraiga a lugar ninguno, no es de ningún lugar; se diría que más que banderas o patrias, tendría arriba la vastedad del cielo y bajo sus pies la extensión de la tierra, más que casa, mundo.
Así como a veces los renglones que subrayamos en otros libros hablan de nosotros más que nuestros presuntos textos biográficos, Zambrano, muy pudorosa para la confesión abierta, o tal vez lo suficientemente humilde, se confiesa, a mi modo de ver, no sólo en esos recuerdos líricos, como haría Cioran, sino también en las selecciones. Sus preferencias, como no es infrecuente en estos casos, están vinculadas a sí misma.
De este modo entendemos que entre las memorables Cartas a Lucilio de Séneca subrayase este fragmento de la epístola XXXVIII: “Aunque te relegasen al extremo del mundo o te confinasen en el seno de la barbarie, te encontrarías bien donde quiera que establecieses tu morada: esto depende más del huésped que de la casa; por esta razón no debemos apasionamos por ningún paraje. Necesario es vivir persuadidos de que no hemos nacido para quedar fijos en un punto determinado. Mi patria es todo el mundo”[6].
En esta línea quería hablarles del “exilio como excelente escuela de fraternidad” (Jabès), y del exiliado como aquel que, a fuerza de continuos desarraigos, descubre que las tendencias nacionalistas son enfermedades contagiosas que provienen de arraigarse demasiado a un lugar, de reducir la infinita diversidad del planeta a un terruño que cree superior al resto y que, a pesar de no ser de nadie, lo siente privilegiadamente como suyo.
Pero, volviendo a la niña y al exilio interior antes del exilio de Zambrano como forma de expatriación, en una carta a Lezama Lima recordará, aludiendo a La Habana, que este sitio evoca en ella la percepción de la niña que fue junto a la cercanía del misterio, “y esos sentires que eran a la par del destierro y la infancia, pues todo niño se siente desterrado”. Y en Carta sobre el exilio escribe: “Pocas situaciones hay como la del exilio que se presenten como en un rito iniciático las pruebas de la condición humana. Tal si se estuviese cumpliendo la iniciación de ser hombre”[7].
Así es como veo a Zambrano adhiriéndose al proceso del exiliado, tal como la hoja caída y desamparada se adhiere a la corriente, siendo una con ella, en ella naufragando; tal como un trayecto en el que trágicamente nos jugamos la vida, porque nos va el ser o no ser esa criatura humana que anticipamos en sueños y que perseguimos en eso que no sin cierta ambigüedad llamamos realidad. Y en este sentido, el exilio, el viaje del exiliado, enlaza con la vocación.
Zambrano llega incluso a admitir que “la primera respuesta a esa pregunta formulada o tácita de por qué se es un exiliado es simplemente esta: porque me dejaron la vida, o con mayor precisión; porque me dejaron en la vida”[8]. Sí, puede que el ser exiliado, como el ser arrojado, sean metáforas acertadas en cuanto apuntan con tino a nuestra condición común de seres que aparecemos en la vida, en el mundo, sin haberlo pedido, en un cuerpo que tampoco nadie eligió, y destinados todos a morir sin un consentimiento generalizado.
Pero creo que, en esta línea, no todos los exiliados se han beneficiado de ser tales, y si me he inclinado por este asunto, ha sido con el propósito también de abordar “las ventajas del exilio”, por decirlo con Cioran. Por lo tanto, no me interesaré aquí por cualquier exiliado, sino por aquellos que supieron sacar partido de sus desarraigos, aquellos que exprimieron una estimable porción de jugo a esa situación-límite que es el exilio, aquellos que hicieron de su exilio un arte de morir que es equivalente a un arte de vivir, por paradójico que pueda parecer. En otros términos, no me interesará tanto si un organismo viviente se adapta a un ambiente hostil o no, sino cómo se adapta, cómo se incorpora a un nuevo ambiente, cómo se transforma hasta extraer una experiencia vivificante de ello.
Y por ahí entiendo que María Zambrano, como algunos otros que mencionaré, hizo del exilio un fiel compañero que le valió para forjarse a sí misma, de tal manera que no hubiera sido la misma sin él. Y cuando digo que no hubiera podido ser la misma sin el proceso de exiliado me refiero a que una parte decisiva de ella y de su pensamiento no hubiera germinado sin esa presencia constante del exilio en ella. El hecho no es infrecuente; ante las más acusadas necesidades, ante las adversidades más extremas, suelen germinar admirables respuestas. Lo más humano, en el buen sentido del vocablo, y lo más inhumano, pueden y suelen emerger de situaciones-límites como la del exilio.
Piénsese en las atroces guerras, donde suele germinar a la par héroes y villanos, aunque me temo que más villanos que héroes. Es más, me consta por numerosos testimonios, orales y escritos, que no pocos individuos, ante situaciones-límites como la de una muerte próxima, una enfermedad incurable, un accidente, han sabido rehacerse de tal manera que no sólo salieron fortalecidos, sino que a partir de entonces estuvo más presente eso que a menudo se nos olvida, sentir el incomprensible milagro de estar viviendo.
Una de tales situaciones-límite a las que me refiero la muestra con maestría Akira Kurosawa a través de esa narración cinematográfica que se ha vertido al español con el título de Vivir. Para quienes no la hayan experimentarlo, y a falta de las sugerentes imágenes filmadas por el cineasta japonés, permítanme describirles de modo telegráfico el comienzo: nada más empezar, a los espectadores se nos informa por medio de una radiografía que Kanji Watanabe tiene una enfermedad irreversible. A continuación observamos las rutinas de la vida de Kanji Watanabe en su tranquilo y aburrido trabajo como jefe de la sección del ciudadano del ayuntamiento de Tokio. La acción transcurre en un ritmo lento y monótono que acompaña a la forma de vida casi mecánica de Kanji Watanabe.
Al espectador, que sabe lo que este ignora, o sea, que padece una enfermedad irreversible, esa forma de vida que más que tranquila se diría que es aburrida, se le hace casi intolerable, hasta llegar a preguntarse: ¿cómo puede vivir así? Ese ritmo sigue su curso monótono hasta que después de una visita médica Kanji Watanabe descubre que en su interior reside una enfermedad irreversible. Ahora él sabe lo que los espectadores sabíamos: que su tiempo, o lo que es casi lo mismo, su vida, es muy limitada.
A diferencia de otros animales no humanos, quizá los seres humanos nos caracterizamos, entre tanto, por sabernos mortales[9]; pero me pregunto quién de nosotros actúa de manera diaria conforme a ello. Más bien lo que creo es que vivimos, en gran parte, como si fuéramos inmortales. Y por esa delgada línea de una consideración a otra se nos escurre la prudencia. Es entonces, ante la inminencia de la muerte, al tiempo que el agua de la clepsidra se va a agotar, cuando Kanji Watanabe se apresurará a hacer cuanto no hizo, aquello que mientras que vivía como si no existiera la muerte -como si fuera inmortal- dejó de hacer.
En palabras de Zambrano asistiríamos al “descubrimiento del tiempo”, del que nos dice que “quizá no exista ninguna experiencia que preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento”[10]: “Porque si toda vida es tiempo, la evidencia de esta realidad se nos hace presente en determinados trances, en un cierto momento, cuando algo ha dejada de ser, cuando algo nos ha abandonado (…) descubrir ese fondo tiene algo de calda que sólo tiene lugar en un especial estado de angustia, desengaño o vacío (…) El tiempo se descubre en realidad en momentos de desamparo”, escribe en un libro que verá la luz cinco años después de quedarse huérfana de patria.
Y no parece que sea esta una respuesta o una tendencia únicamente de los seres humanos; hace años, paseando por el jardín de la Concepción, me asombró que uno de sus innumerables árboles (lo siento, mi infinita ignorancia me impide recordar el nombre concreto de la especie), ante el desplome de la copa hacia uno de sus lados, volcando, por consiguiente, el peso, y amenazando un desgajamiento del tronco, una futura caída del árbol, germinó, por el otro lado, unas raíces que se extendieron por el suelo y que a la manera de una muleta sustentaron ese desequilibrio también natural. La poderosa mano del azar que sacude el cuerno de la necesidad, diría tal vez Nietzsche.
El exilio, por lo tanto, es una prueba trágica ardua: o se termina de nacer o se empieza a morir, o muere sin haber terminado de germinar o se germina sobreviviéndose, cubierta ya de otra dura piel desapegada que soporta lluvias, inviernos y suelos ajenos, en esa “Ciudad de Nada” en donde extrañamente se ha visto la luz. Por eso Cioran, figura semi-apátrida, podrá exaltar la transmutación que el exilio opera en el exiliado:
“Bajo cualquier forma que se presente, y sea cual sea su causa, el exilio, en sus comienzos, es una escuela de vértigo. Y el vértigo no es cosa a la que cualquiera le sea dada la suerte de llegar. Es una situación-límite y algo así como el extremo del estado poético. ¿Acaso no es un favor ser transportado a él de golpe, sin los rodeos de una disciplina, por la sola benevolencia de la fatalidad? Pensad en ese apátrida de lujo, Rilke, en el número de soledades que le fue preciso acumular para liquidar sus ataduras, para tomar tierra en lo invisible. (…) El mismo místico no alcanza el desapego más que al precio de esfuerzos monstruosos. ¡Arrancarse del mundo, qué trabajo de abolición! El apátrida lo lleva a cabo sin sufragar los gastos, por el concurso -por la hostilidad- de la historia. Nada de tormentos ni vigilias para que se desprenda de todo; los acontecimientos le obligan a ello”[11].
Esa es la labor del exilio, la tarea de la escuela del vértigo, que funciona a través de métodos violentos, escuela que procede por bruscos atajos, por técnicas tan viejas, repudiadas y sofisticadas como la imperiosa necesidad. Ahora bien, su efectividad, repito, es tan incuestionable como trágica: o se termina de germinar en tierra ajena, o se termina de morir sin haber germinado, tal como sucede en otras situaciones-límites.
Asocio la imagen del exiliado con la imagen del nómada que camina en el desierto. El desierto es la metáfora del solitario que vaga sin rumbo cierto. El desierto es el solitario sin rostro que camina por ese espacio sin horizonte, pero que, como todo camino, aunque sea infinito, es camino hacia sí mismo. El desierto es en cuanto lugar sin horizonte, el lugar de la máxima apertura. El desierto es la desnudez del paisaje. El desierto es, según Zambrano, el lugar del exilio[12]. Aproximémonos al testimonio esclarecedor de Jabès:
“El desierto fue para mí el lugar privilegiado de mi despersonalización. En El Cairo me sentía prisionero del juego social. (…) En las proximidades mismas de la ciudad el desierto representaba para mí una ruptura salvadora. (…) Con frecuencia, me quedaba solo en el desierto cuarenta y ocho horas. No llevaba conmigo libros, sino tan sólo una simple manta. En pareja silencio, la proximidad de la muerte se hace sentir de modo tal que parece difícil soportar nada más terrible. Por haber nacido en el desierto, sólo los nómadas pueden resistir una presión de semejante intensidad. Nosotros no podemos imaginamos fuera del tiempo o del acontecer. Toda nuestra cultura nos emplaza en el tiempo. Ved los anacoretas, por ejemplo: están más muertos que vivos, literalmente quemados por el silencio. Sólo los nómadas, una vez más, saben transportar ese silencio aplastante en fuerza de vida”[13].
Lo gratificante de caminar en la aridez del desierto es que una vez que te acostumbras, si es que se llega a ello, cualquier desolado paraje nos ofrece la sensación de ser edénico, lo mismo que si te acostumbras al infierno, cualquier lugar, fuera, de él, nos recuerda al paraíso Quizá esto explique que los sacrificios y las prácticas ascéticas más o menos hedonistas, sean, me atrevería a decir, universales. En el desierto, así como en el exilio, no sabernos dónde dirigirnos; los rumbos, de súbito, se han difuminado bajo el sol deslumbrante. Zambrano sugiere que para no perdemos en el desierto es preciso que encerremos el desierto en nosotros[14].
Aquel que se sienta tentado por indagar acerca del exilio y la vocación en Zambrano dispone de dos textos cuyos títulos son ya una llamada: Carta sobre el exilio y El exiliado. No obstante, no se descarte cualquier otro, su obra está atravesada por esa experiencia. No obstante, debo confesar que ninguno me ha ofrecido mayor guía que uno que Zambrano empezó a escribir en la Barcelona de 1939, con el propósito, parece, de publicarse en Hora de España, y que, en cambio, se publicó en Sur, en Buenos Aires, en diciembre de 1939. Lleva por título “San Juan de la Cruz. De la noche obscura a la más clara mística”, y como insinúa el mismo título a través de ese rotundo contraste, “noche obscura” y “clara mística”, aborda, entre tanto, la “autofagia”, el proceso de transformación que sufrió San Juan de la Cruz.
Mas como no es infrecuente que al hablar sobre otros hablemos sobre sí, tengo la sospecha de que Zambrano aquí no sólo habla del místico sino, además, de ella. Es una confesión, de la que no ha de olvidarse el momento en que se escribe, pues el texto se inicia poco antes de ser desterrada de España y se da por concluido en diciembre de 1939. Es decir, el texto le ronda a Zambrano durante sus primeros meses como exiliada, como exiliada ahora de su país. Y lo que Zambrano cuenta ahí de San Juan de la Cruz es, dicho en pocas palabras, su proceso de transformación, eso que en términos que empleara Foucault llamaríamos una cura sui, una ascesis o una práctica ascética.
Recorramos brevemente algunos fragmentos que explican, según Zambrano, la conversión de San Juan de la Cruz, mas no desatendamos, en el camino, y esta es mi sospecha, que en esas palabras, calladamente, también andaba quien esto escribía; que si bien pudo comprender la experiencia del místico en su viaje fue gracias a ese otro viaje desarraigado del exilio, si no idéntico, parejo:
“Lo primero que esta autofagia nos sugiere es una imagen del mundo biológico: la crisálida que deshace el capullo donde yace amortajada, para salir volando y que devoró su propio cuerpo para transformarlo en alas, que cambió lo que pesa por algo que funciona para librarnos de esa misma gravedad esclavizante (…) Y así vemos que el místico ha realizado toda una revolución; se hace otro, se ha enajenado por entero; ha realizado la más fecunda destrucción, que es la destrucción de sí mismo, para que en este desierto, en este vacío, venga a habitar por entero otro; ha puesto en suspenso su propia existencia para que este otro se resuelva a existir en él (…)” Antes, había escrito: “la existencia de San Juan es un no existir; su ser es al fin haber logrado no-ser”[15].
Y de fondo nos acompañan resonando esos memorables versos: “Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero, / que muero porque no muero…” A lo que añade Zambrano: “San Juan nos muestra que se puede haber dejado de vivir sin haber caído en la muerte (…) No ha sido un abandono de la realidad, sino un internarse en ella, un adentrarse en ella, “entremos más adentro en la espesura”. Por eso no es la nada, el vacío lo que aguarda al alma a su salida; ni la muerte; sino la poesía en donde se encuentran en entera presencia todas las cosas; “las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos. La noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora…”[16]
Y aquí es preciso volver a Cioran: “(El exilio) Es una situación-límite y algo así como el extremo del estado poético”. Tanto Cioran como Zambrano coinciden en observar que en ese estado de exilio y transformación que atraviesa el místico así como el exiliado, se desemboca en una situación-límite extremadamente poética, cuyo síntoma es una percepción alejada de lo cotidiano, que se admira incluso de lo cotidiano, una percepción donde se funden y confunden los aparentemente opuestos: la soledad y el sonido, la música y el silencio…
Zambrano compara la técnica de anulación de las potencias anímicas que expone San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo con la reducción de las pasiones que Spinoza declara en el libro IV de su Ética, que al entender de Zambrano, son uno y el mismo proceso con idéntica finalidad: “convertir el alma en cristal de roca; como él invulnerable, como él transparente”[17]. Hemos hablado anteriormente de ascesis o de prácticas ascéticas, pero ¿es que acaso procurar o conseguir “convertir el alma en cristal de roca; como el invulnerable, como el transparente”, no es una imagen poética en la que se cifra el resultado de unas prácticas ascéticas?
Una ascesis o una práctica ascética es, como advierte Foucault, menos una renuncia que un modo de lograr algo; la ascesis no resta sino que enriquece, sirve como preparación de un futuro incierto, para poder resistir a lo que venga”[18]. A menudo, quizá debido a un distorsionado influjo nietzscheano, al escuchar el término ascesis, pensamos de manera inmediata en un posible sinónimo, renuncia, y por él de modo equivocado lo traducirnos; pero Foucault, en un intento por comprender más que por criticar, sabiamente, hace recaer el acento no tanto en la renuncia como en la preparación.
La ascesis es preparación para un futuro incierto, cuando el futuro se nos caracteriza justamente por eso, por lo incierto que es. De manera que si el futuro del ser humano se nos presenta como lo incierto, el futuro del exiliado sería, pues, lo extremadamente incierto. El Maharal de Praga, el rabí Yehudáh ben Bezalel Liwa, que vivió en la segunda mitad del siglo XVI, curiosamente sostenía que el exilio era la condición humana llevada hasta lo extremo[19]. “El camino de exceso -escribió William Blake- conduce al palacio de la sabiduría”. ¿Sabiduría por apurar la condición humana, por llevarla hasta sus extremos?
Porque se está ante lo incierto del destino, nos preparamos para ello; porque se está ante lo incierto del destino, y además duplicando la condición humana o arrastrándola hasta sus extremos, sin la tierra firme y presumiblemente segura de la patria, nos preparamos para poder resistir a lo que venga. A esa tarea se ve obligado, más que nadie, el exiliado. De ahí ese símil de la crisálida del que se sirve Zambrano pan ilustrar la metamorfosis de San Juan: del estado de oruga condenada al reducido espacio del capullo, al estado leve de mariposa, que vuela libre después de haber devorado su propio y anterior cuerpo. De la noche obscura a la más clara mística: tal es el tránsito del exiliado.
No son estas las únicas huellas que Zambrano deja de sí en ese su vagar por el exilio. En una lección del curso “Ortega y Gasset y la filosofía actual” impartido en la Universidad de La Habana, y posteriormente recogido junto a otros escritos en España: sueño y verdad con el título “Ortega y Gasset, filósofo español”[20], Zambrano confiesa al poco de empezar “Hablar del pensamiento de mi maestro Ortega y Gasset supone y exige de mí lo más difícil: hablarles de mi propia vida”.
Y más adelante nos encontramos con estas palabras: “todo el que vive su propia aniquilación sabe de metafísica: la padece, es su presa. La hazaña fue decidirse a cambiar de actitud: en lugar de ser devorado en un proceso metafísico, de destrucción, incorporarse para pensar. No padecer la metafísica, sino hacerla”. Otra vez nos encontramos con términos tales como “aniquilación” (“su propia aniquilación”), donde allí dijera “devoré su propio cuerpo”; “presa”, que evoca al campo semántico de “mortaja”; “devorado” que se repite casi literalmente; “proceso metafísico”, que puede recordar a la crisálida, al proceso de transformación, al igual que “destrucción” e “incorporarse” son términos que en cierto modo corresponden con aquellos con los describiera la transformación de San luan de la Cruz.
La última frase que he citado de ella (“No padecer la metafísica, sino hacerla”), no sólo remite al texto sobre San Juan de la Cruz, sino que parece, además, una petición de principio suya; o más exactamente, el proyecto vital en el que está inmersa Zambrano después de ser arrastrada por la vorágine del exilio: en lugar de padecer lo metafísico, hacerlo reflexionar, transformarlo en materia literaria, en pensamiento vivificante, corno dirá espléndidamente. Si mi memoria acude de manera fiel, es el mismo Spinoza, judío errante, el que observa que el dolor, sentido, es doloroso, mas pensado, no tanto; pensándose el dolor se amortigua, como si rebotan contra la roca transparente del pensamiento. Pensándose el dolor puede ser incluso alegre.
No deja tampoco de ser una grata sorpresa la formidable simetría entre la expresión de Zambrano y la expresión de Yehudá Ha-Levi a la hora de darnos el exilio en unas cuantas palabras. Mientas Zambrano nos daba el exilio a través de esa imagen del mundo biológico en el que la crisálida se desprende del capullo donde yace amortajada, para luego salir volando en ese su propio cuerpo devorado y transformado, ya criatura del aire donde antes fuera oruga encerrada, Yehudá Ha-Levi condensa la experiencia del exiliado en este otro símil simétrico: “(El exilio es) como la germinación misteriosa del grano bajo la tierra”[21].
Tanto en una expresión como en otra, el primer estadio del exiliado se encuentra en la oscuridad del que no ve salida, encerrado, ya sea en el capullo o bajo tierra. Y de ese estadio se pasa al otro, aquel en el que la oruga se transmuta en mariposa, aquel en el que misteriosamente el grano bajo tierra se trasmuta en materia germinante. Ambos van del fondo hacia la superficie, de la oscuridad a la luz del sol, de la noche obscura a la más clara mística. Aunque es preciso recordar que no todos los exiliados padecen tal cambio: la mayoría, pienso, no atraviesan el prima umbral, permaneciendo en el capullo o bajo tierra; porque no todos sabemos vivir en el fracaso que, según Zambrano, es el saber más preciado del hombre excelente.
Por supuesto, ese paso de un estadio a otro no sería posible sin cierta ascesis, sin cierta cura sui (cuidado de sí mismo), entendiendo por ello, repetimos, “no el sentido de la moral de la renuncia, sino el de un ejercicio de uno sobre sí mismo, mediante el cual intenta elaborarse, transformarse y acceder a cierto modo de ser”, como decía Foucault en una de sus últimas entrevistas, significativamente titulada “La ética del cuidado de si como práctica de libertad”[22].
Ahora bien, por prácticas ascéticas no hemos de entender de manera única y exclusiva los ejercicios corporales, salvo que entendamos por estos también los ejercicios llamados espirituales; estos es, la contemplación o la meditación son prácticas ascéticas, son formas de cura sui. Incluso me atrevería a decir que en nada se cuida tanto el filósofo como en pensar, pensar, que es una forma de experimentar, pensar, que es una forma de anticipar los acontecimientos, pensar, que es una forma de sentir, pensar, que es una forma reflexiva de emplear con cautela la libertad de un individuo.
Digo esto porque acostumbramos a disociar cuerpo y espíritu, -este último en las últimas décadas sustituido por mente-, y no creo que estén tan disociados. Tal vez esta disociación se deba, por una parte, porque el lenguaje se configura y se significa a través de oposiciones (luz y oscuridad, día y noche, cuerpo y espíritu…) de dualismos que funcionan lingüísticamente, de manera práctica, pero que, “en realidad”, no son tales; mientras, por otra parte, esta disociación, este dualismo en concreto de cuerpo y espíritu, es causa y efecto de una simplificada herencia, primero platónica, y durante la modernidad, cartesiana.
Quiero decir, en otros términos, que si San Juan de la Cruz se valía a partes más o menos proporcionales de prácticas ascéticas relacionadas con el cuerpo y con el espíritu, piénsese en el cilicio mortificador que abrazaba su cuerpo y en las largas horas de solitaria meditación en el campo (“Silencio fue su lenguaje / Y los yermos su poblado / Estregaba en los zarzales / su cuerpo muy delicado/ por tener dentro de la carne espíritu libertado”[23] escribió Fray Ambrosio Montesino acerca de él; María Zambrano, a diferencia, se esculpió mayormente a través del pensamiento, por incurrir nuevamente en un dualismo al que casi me siento arrastrado por el lenguaje.
El trasfondo de estas prácticas ascéticas, de estas formas de cura sui, es muy relevante para entender los propósitos de San Juan de la Cruz y María Zambrano, trasfondo que no es otro que la religión cristiana. Con la gradual expansión de esta religión se va dando un giro, una inversión de las formas de ascesis con respecto a cómo se desarrollaban entre los antiguos griegos y romanos, según la exploración arqueológica de Foucault[24]. A partir de entonces el cuidado de sí se inclina paulatinamente hacia una renuncia de sí mismo, de tal manera que para lograr la salvación será necesario cuidarse, sí, mas ese cuidarse será desde entonces una renuncia de sí, un abandonarse, como sucede extraordinariamente en el místico.
Pero regresemos hacia atrás, vayamos, por fin, hacia la desnudez. Una curiosa anécdota de Zambrano apuntala mi sospecha de que esta vislumbró el exilio y su irremediable condición de exiliada antes de ser arrancada de su patria nativa. Lo cuenta ella misma: “Cuando llegó el momento de abandonar la casa en que viví el último período de mi estancia en España encaminada ya hacia la frontera, hube de elegir unos muy pocos objetos, más simbólicos que útiles, para que me acompañaran. Allí estaban, cuidadosamente ordenados en una cajas de fácil transporte, todos mis apuntes de los numerosos cursos de Ortega a los que tuve la fortuna de asistir, junto con otros apuntes inestimables de los cursos y seminarios de historia de la Filosofía, de Don Xavier Zubiri, con ello algunas notas mías, modestos ensayos, esquemas de trabajos futuros, todo mi pasado y lo que se me figuraba entonces ser mi futuro filosófico. Nunca he logrado explicarme hasta ahora por qué corté mi gesto de recogerlos, por qué los dejé abandonados allí en aquella casa sola, cuyo vacío resonó al cerrarse la puerta de modo inolvidable. Pero, ahora ya lo sé. Al no poder consultar esos preciosos papeles en todos estos años, ha ido surgiendo su contenido del fondo de mi mente según mi pensamiento los llamaba, en esa medida tan grata a Ortega, la de la necesidad. Fue un acto de renuncia, de desprendimiento, un autodespojo de todo mi haber de trabajo de tantos años, como si hubiese querido ofrecer al destino la completa libertad de destruirlo por en-
tero, y salir sola, sin armas ni bagaje, hacia lo desconocido. Y así he tenido que aceptar
esta mi vocación, sin recaer en discutir con ella, como antes me sucedía”[25].
A esa tragedia tan complicada de sobrellevar se ve expuesto el exiliado, a abandonar su pasado, los objetos que convocan su pasado y, en consecuencia, los andamios sobre los que había ido construyendo su identidad. El gesto de Zambrano, en cambio, parece el de alguien que ha vislumbrado la marcha del exiliado o quizá que ya se ha adentrado en esa marcha sin fin. Ella, según confiesa, cortó el gesto de aferrarse a esos apuntes de cursos, notas suyas, ensayos, esquemas de trabajos futuros, lo que, en pocas palabras, había sido su pasado y se le antojaba ser su futuro. El gesto que ella describe con un uso verbal no exento de violencia (“corté mi gesto”), me parece de una rabia y de una fuerza admirable. Y de una prudencia, en sus circunstancias, no menor.
Llama a ese gesto, a ese acto, de renuncia, pero como matizábamos antes, habríamos que decir una renuncia que es una preparación para lo incierto del destino, siendo aún más inminente y frágil la incertidumbre del destino del exiliado. Diríamos que ese desprendimiento del que habla es un prenderse, que ese autodespojo es un acto de posesión de sí, de la misma manera que a veces, no buscándonos, sino abandonándonos nos encontramos. “Haberlo dejado de ser todo para seguir manteniéndose en el punto sin apoyo ninguno, el perderse en el fondo de la historia, de la suya también, para encontrarse un día, en un solo instante, sobrenadándolas todas”[26].
Consciente o inconscientemente Zambrano repite esos ejercicios místicos del exilio voluntario en busca de la Chekhina exiliada y errante, según la cual el hombre ha de exiliarse de lugar en lugar, y preparar un carro lo más vacío posible, conforme al liviano equipaje del exiliado, expulsándose, además, constantemente de la morada del reposo. Aferrarse a algo nos vuelve vulnerables, o todavía más vulnerables, y alguien que va de destierro en destierro no puede someterse a esa forma de tortura afectiva, por ello debió Zambrano practicar el desapego.
Y esta actitud es la que, sin poder deshacerse de su tradición occidental, a mi modo de ver, la vincula con la tradición oriental; su escritura, que es, como ella dijo, esencialmente fragmento, (aunque esto también es propio de la época en la que le tocó vivir); su modo de discurrir por el texto, más próximo a la intuición poética que al discurso lógico-racional o al pensar interrogativo, por así distinguirlos; hay en Zambrano más de sabiduría que de conocimiento, hay más de intentos pasivos de comprender que de crítica destructiva.
Y esto es lo que la hace a Zambrano, en cierto modo, extemporánea del marco de la filosofía occidental, porque la filosofía que emergió en la Grecia clásica derivó su rumbo en Occidente; no sabría indicar con precisión a partir de cuándo, pero la filosofía occidental, quizá a partir de eso que se ha dado en llamar la modernidad, se ha ido inclinándose hacia un saber o conocimiento crítico en vez de continuar por los atajos de la sabiduría, por donde entiendo que se ha orientado sobre todo Oriente.
“De destierro en destierro en cada uno de ellos el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose”[27]. Así, el exiliado, que no acaba de arraigar en un lugar cuando ya marcha de camino a otro, tanteará con menos desacierto el valor de cada cosa, justamente porque se sabe pronto o de manera repentina alejándose de ahí; porque gracias a ello posee una conciencia más lúcida del tiempo y de nuestra condición mortal, lo cual es una ventaja notable para sentir el peso de los valores, aunque en ocasiones, acostumbrado a un equipaje tan escaso, sea demasiado severo. Me pregunto si amaríamos, y cómo, de no ser mortales como somos. El sentimiento amatorio, ¿no lo percibimos mejor con la sensación del tiempo ido?
Incluso Luis Cernuda, cuya relación con España y con su ciudad natal fue muy ambivalente, pudo escribir desde la distancia del exilio esos memorables versos con los que cierra “Tierra nativa”: “Raíz del tronco verde, ¿quién lo arranca?/ Aquel amor primero, ¿quién lo vence? Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida, / tierra nativa, más mía cuanto más lejana?”[28]. Paradójica tragedia la del poeta, que ha de perder algo, un amor o una patria, para que su canto su alce. El canto emana de una conciencia de vacío o pérdida. Y esto podría explicar que España, la perdida y tal vez añorada, sea uno de los temas recurrentes en la obra de Zambrano.
Ella misma aclara con mucha fineza este derrame de amor desde la lejanía, esta necesidad de distanciarse para acercarse, cuando escribe: “imposible resulta, en su casa, con sus propia geografía e historia, verse en sus raíces sin haberse desprendido de ellas, sin haber sido de ellas arrancado[29], por esto “el exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra”[30]. Por su parte, Cernuda es, al decir de Valente, el poeta de su generación “que más hondamente encarnó el exilio, porque lo asumió como una misión o un destino”[31]. Como símbolo de esa experiencia de exiliado llevada hasta los extremos y de esa asunción nos queda ese memorable poema, “Peregrino”, que podría erigirse algún día en himno de los peregrinos y los exiliados.
Sí, tanto Cernuda como Zambrano supieron vivir dignamente en el fracaso, el fracaso al que te destina la lucidez o la estupidez de los hombres; ambos dejaron una obra de una insobornable raíz ética, y de ahí, quizá, su imperecedera belleza, ambos conjugaron admirablemente la cadencia poética con la hondura de pensamiento; ambos vivieron sin estar viviendo, como indica el titulo del antepenúltimo poemario de Cernuda y como Zambrano señaló en más de una ocasión.
¿Se podría afirmar, pues, de Zambrano lo mismo que Valente hizo de Cernuda solo que en vez de poeta habría que situarla en un ámbito intersticial entre la filosofía y la poesía? Por lo menos, yo no tengo constancia de otros que sobrellevaran y encarnasen con tal ímpetu el exilio. Cernuda y Zambrano, uno desde la poesía meditativa, y la otra desde la razón poética, son, a mi modo de ver, los dos escritores españoles que, tras la guerra (in)civil más fecundamente han encarnado la figura del exiliado de acuerdo como aquí se ha esbozado. Creo, incluso, que Zambrano encamó más hondamente el exilio como una misión o un destino, como una vocación, pues en la obra de ella no aparece ese resentimiento amargo que sí aparece en la poesía última de Cernuda; aunque de ese resentimiento amargo, de ese coraje, pienso, se valió como acicate el poeta para expresarse como el gran rebelde y disidente que fue.
Otra diferencia entre ambos se da en su fin; si Cernuda murió exiliado, lo que hace más verosímiles las palabras de “Peregrino”, Zambrano, como si se tratara del cumplimiento del rito iniciático de ser hombre, cerrando un círculo perfecto, retorna en sus últimos años a España, descansando por fin en la tierra donde vio por primera vez la luz, Vélez-Málaga. Aunque retornase a España, seguía siendo, ya para siempre, un ser exiliado. En los años ochenta del siglo recién declinado, cuando le pidieron que confeccionara su currículum vitae, trazó su nombre y debajo empezó con estas tres significativas palabras que se habían hecho carne: “la palabra exiliada”[32].
No podía ser de otra manera para alguien que en todo tiempo estuvo desterrándose, preparándose por si acaso, de ahí ese viaje hacia la desnudez. Una desnudez que podría formularse racionalmente con estas palabras de Cernuda que Zambrano debía conocer: “Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida”[33]. El tiempo que nos queda, a decir verdad, no lo sabemos, pero en cualquier caso es poco, excepto pan el que se aburre o sufre, que está en otra dimensión del tiempo.
Preparándose para qué, me preguntaréis algunos. Para lo incierto del destino, hemos dicho, siendo el destino lo esencialmente incierto. Y por aquí se comprende que Zambrano pueda escribir que “el pensamiento racional es algo así como anticipar la muerte pan realizarla en vida”. ¿Cuántas veces soñamos con nuestra propia muerte al cabo de nuestra vida? ¿Cuántas veces la anticipamos durante nuestras vigilias? ¿Será esto un modo de prepararse para ella?
Por último recordaré un suceso de Zambrano en la infancia. Apenas tenía tres años cuando en compaña de su abuelo materno, en Jaén, la niña sufrió un colapso por el que la tuvieron por muerta durante varias horas. Años más tarde, Zambrano interpretará este suceso como determinante en su trayectoria vital e intelectual[34]. Evidentemente, se trata de una interpretación retrospectiva por la que se engarzan en el tiempo de una vida humana fenómenos que no tienen por qué ser homogéneos. Pero me interesa subrayar justamente eso, que la propia Zambrano se autointerpreta así. Al fin y al cabo, y después de todo, somos en no escasa medida como nos autointerpretamos, la verdad más íntima que podemos conocer de nosotros mismos es aquella que se revela mediante la autointerpretación, y por la que nuestra conducta se rige como se rige, aunque tantas veces dependa de los antojos múltiples del cuerpo.
A mi entender, la filosofía occidental está desde su aurora atravesada por un pensamiento, a saber, que filosofar es aprender a morir, que los que filosofan se ejercitan en morir, tal como se lee en el diálogo platónico Fedón, un pensamiento que intuyo que procede de Oriente. Ese pensamiento reaparece en Cicerón, en las Tusculanas; parpadea constantemente en Séneca. Posteriormente lo recoge Montaigne de Cicerón, titulando uno de sus ensayos más memorables así: “Que filosofar es aprender a morir”. Sospecho que en este escrito está el germen de esas conocidas palabras de Spinoza que a Zambrano le agradaba citar “Un hombre libre no piensa en ninguna cosa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”.
Observen el eco fulgurante que produce al lado de las palabras de Montaigne: “La premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la vida para aquel que ha comprendido bien que la privación de la misma no es un mal: saber morir nos libra de toda sujeción y obligación”[35]. Y, como advierte un poco más adelante, enseñar a morir equivale a enseñar a vivir.
La genealogía de este pensamiento se esparce, bifurca y multiplica en innumerables senderos: demasiado ramificados y prolijos para atenderlos ahora. Lo que ahora quisiera destacar es que para Zambrano filosofar es llegar, al fin, a poseerse. Yo diría que más que filosofar, ese sería el fin idóneo de filosofar, ya que a menudo filosofamos y no llegamos a poseermos sino acaso instantáneamente; incluso, práctica más habitual, filosofamos y no conseguimos sacar la mosca del frasco.
En esto, como en la mística, como en su casi permanente asombro ante el mundo, Zambrano se halla próxima a Wittgenstein, quien dijo que “el auténtico descubrimiento es aquel que me capacita para dejar de hacer filosofía cuando lo desee”. Y ello sólo lo podernos hacer cuando nos poseemos enteramente, es decir, cuando hemos logrado morir mientras vivimos; quizá únicamente ahí no dependemos del filosofar, habiendo puesto fin a esa tarea que inexorablemente nos envuelve justo por aparecer en la vida.
Según Zambrano, tanto San Juan de la Cruz como Spinoza llegaron a poseerse. Desconozco si ella consideró al afirmar esto los testimonios escritos que se conservan acerca de sus muertes, pero, ciertamente, por algunos testimonios que se conocen, sabemos que San Juan de la Cruz dio muestras de una inquietante alegría, mientras Spinoza en la hora de su muerte ofreció signos de una perturbadora quietud. Me pregunto si Zambrano llegó a poseerse antes de su postrer viaje.
No lo sabemos, y es improbable que lo sepamos alguna vez, pero barrunto que antes de morir definitivamente -pues todos morimos muchas veces durante nuestras vidas-, Zambrano, rememorando su incesante exilio, pudo decirse esos versos de San Juan de la Cruz que a ella le agradaba traer a la memoria: “Diréis que me he perdido/ que, andando enamorada, / me hice perdidiza y fui ganada”. También Zambrano debió vivir sin estar viviendo, porque no tenía ya que morir, porque logró el no-ser en vida, porque murió antes de morir, de lo contrario, cómo podríamos entender ese resignado canto o apagada celebración que vibra en sus palabras: “No siendo nada o apenas nada, por qué no sonreír al universo, al día que avanza, aceptar el tiempo como un regalo espléndido…”[36]
[1] Zambrano, María, La razón en la sombra. Antología crítica, ed. Jesús Moreno Sanz, Madrid, Siruela, 1993, p. 381.
[2] Zambrano, María, Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, p. 35.
[3] Cioran, E. M., La tentación de existir, trad. Fernando Savater, Madrid, Taurus, p. 57.
[4] Jabès, E., Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2002, p. 62.
[5] Jabès, E., Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2002, p. 62.
[6] Zambrano, María, El pensamiento vivo de Séneca, Madrid, Cátedra, 1992, p. 137.
[7] Citado por Valente, J. A., “Poesía y exilio”, reunido en La experiencia abisal, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2004, p. 117.
[8] Zambrano, María, La razón en la sombra. Antología crítica, ed. Jesús Moreno Sanz, Madrid, Siruela, 1993, pp. 382-383.
[9] Savater, Fernando, “La muerte para empezar”, en Las preguntas de la vida, Barcelona, Ariel, 2003, pp. 27-44.
[10] Zambrano, María, El pensamiento vivo de Séneca, Madrid, Cátedra, 1992, pp. 40-43.
[11] Cioran, E. M., La tentación de existir, trad. Fernando Savater, Madrid, Taurus, p. 57.
[12] Zambrano, María, Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, p. 41.
[13] Jabès, E., Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2002, p. 9.
[14] Zambrano, María, Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, p. 41.
[15] Zambrano, María, “San Juan de la Cruz. De la noche obscura a la más clara mística”, reunido en Andalucía, sueño y realidad, Granada, Biblioteca de la Cultura Andaluza, 1984, pp. 35 y 36.
[16] Zambrano, María, “San Juan de la Cruz. De la noche obscura a la más clara mística”, reunido en Andalucía, sueño y realidad, Granada, Biblioteca de la Cultura Andaluza, 1984, pp. 37 y 38.
[17] Zambrano, María, “San Juan de la Cruz. De la noche obscura a la más clara mística”, reunido en Andalucía, sueño y realidad, Granada, Biblioteca de la Cultura Andaluza, 1984, p. 43.
[18] Foucault, M., Hermenéutica del sujeto, trad. Fernando Álvarez Uría, Madrid, La Piqueta, 1994, p. 94.
[19] Valente, J. A., “Poesía y exilio”, reunido en La experiencia abisal, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2004, p. 117.
[20] Zambrano, María, “Ortega y Gasset, filósofo español”, recogido en España, sueño y verdad, Barcelona, Edhasa, 2002, pp. 113-156.
[21] Valente, J. A., “Poesía y exilio”, reunido en La experiencia abisal, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2004, p. 108.
[22] Foucault, M., en Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX, ed. Carlos Gómez, Madrid, Alianza, 2002, pp. 256-264.
[23] Citado por Gerald Brenan, San Juan de la Cruz, Barcelona, Plaza y Janés, 2000, p. 13.
[24] Foucault, M., en Doce textos fundamentales de la Ética del siglo XX, ed. Carlos Gómez, Madrid, Alianza, 2002, p. 261.
[25] Zambrano, María, “Ortega y Gasset, filósofo español”, reunido en Andalucía, sueño y realidad, Granada, Biblioteca de la Cultura Andaluza, 1984, pp. 196 y 197.
[26] Zambrano, María, “El exiliado”, recogido en Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, p. 36.
[27] Zambrano, María, “El exiliado”, recogido en Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, p. 37.
[28] Cernuda, Luis, La realidad y el deseo, Madrid, F. C. E., 1998, p. 198.
[29] Zambrano, María, “El exiliado”, recogido en Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, p. 32.
[30] Zambrano, María, “El exiliado”, recogido en Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 1990, pp. 42 y 43.
[31] Valente, J. A., “Poesía y exilio”, reunido en La experiencia abisal, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2004, p. 120.
[32] El Mundo, 27/2/2003, p. 42.
[33] Cernuda, Luis, Ocnos, Barcelona, Seix Barral, 1993, p. 162.
[34] María Zambrano. De la razón cívica a la razón poética, catálogo de la exposición organizada en la Residencia de Estudiantes de Madrid, p. 4.
[35] Montaigne, Ensayos, Madrid, Club Internacional del Libro, 1984, p. 55.
[36] El País, 23/4/2004, p. 37.