Homenaje a Vicente Aleixandre

Monográfico Nº20

MARÍA ZAMBRANO Y EMILIO PRADOS: Fraternidad en la vida y la poesía

Eduardo Moga

En el vasto y complejo cosmos de su pensamiento, el interés de María Zambrano (Vélez-Málaga, 1904–Madrid, 1991) por la literatura y, en particular, por la poesía ha sido siempre un rasgo destacado. El tercer libro de su amplísima bibliografía fue Pensamiento y poesía en la vida española, publicado en 1939, y el cuarto, ese mismo año, Filosofía y poesía, uno de sus ensayos fundamentales,[1]en el que consigna las singulares relaciones —de proximidad y oposición— que observa entre el razonar filosófico y la creación lírica. No extraña esta inclinación por la poesía en una autora en los cimientos de cuyo pensamiento se encuentran tres literatos, dos de ellos poetas: José Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno y Antonio Machado, como ha señalado, entre otros, Jesús Moreno Sanz.[2]La preocupación de María Zambrano por la poesía no se limitó, empero, a una consideración general o abstracta, plasmada en los ensayos señalados, sino que descendió, a lo largo de toda su vida, al examen concreto de autores y obras —esto es, a la crítica literaria— e incluso a la creación poética, aunque muy breve.[3]Recientemente, ha aparecido un volumen singular, Algunos lugares de la poesía, con edición, introducción y notas de Juan Fernando Ortega Muñoz, que recoge los escritos, publicados e inéditos, dedicados a los poetas en los que María Zambrano veía realizada la síntesis entre pensamiento y poesía.Su examen se extiende desde Cervantes y San Juan de la Cruz hasta autores contemporáneos como Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente o María Victoria Atencia. Un interés preferente otorga Zambrano a Antonio Machado —a quien, junto a Unamuno, considera precursor de Heidegger— y asus compañeros de la generación del 27, singularmente a Federico García Lorca, Luis Cernuda, Emilio Prados y José Bergamín. Estos dos últimos, junto a Rafael Dieste, son, de nuevo en palabras de Jesús Moreno Sanz(Zambrano, 1993b: XXVII), «sus tres “hermanos” (almas gemelas por múltiples recorridos literarios)».

Los artículos dedicados a Emilio Prados en Algunos lugares de la poesía son dos: «El poeta y la muerte» y «Pensamiento y poesía en Emilio Prados».[4] La cercanía entre Zambrano y Prados fue especialmente estrecha. Ambos eran malagueños (Prados había nacido en 1899, cinco años antes que Zambrano) y se habían conocido, muy jóvenes, gracias al primo de esta, el poeta granadino Miguel Pizarro. Con ocasión de la Guerra Civil española, ambos tomaron un firme partido por la causa de la República y colaboraron en la revista Hora de España, que la abanderaba intelectualmente. Tras la derrota republicana, ambos compartieron exilio en México —de donde Prados ya no se movería hasta su muerte, en 1962; Zambrano, en cambio, se trasladaría pronto a Cuba, Puerto Rico y otros países—. Estética e ideológicamente, ambos compartían influencias, entre las que cabe resaltar la mística —San Juan de la Cruz— y las tradiciones de lo irracional, desde los autores románticos hasta el surrealismo, de perceptible ascendiente en Prados. Además, los dos habían recibido una notable impregnación del pensamiento alemán: Zambrano, entre cuyos filósofos antecedentes y concomitantes figuran Nietzsche, Schiller, Wittgenstein, Heidegger, Bloch y Benjamin, a través del magisterio de Ortega y Gasset —a quien no por casualidad llamaban en su tiempo Ortega und Gasset—; y Prados, por sus estudios, en 1922, en la Universidad de Friburgo de Brisgovia, donde profesaba Husserl y estudiaba Heidegger, y donde se interesa especialmente por Spinoza, Hegel y los románticos germanos, sobre todo Novalis.[5] Este conjunto de circunstancias, junto con una honda afinidad literaria y personal, hizo que Zambrano y Prados fuesen amigos durante toda su vida. Juan Fernando Ortega Muñoz nos informa de que en la Fundación María Zambrano, de Málaga, se conservan «una serie de cartas de Prados dirigidas [a Zambrano] donde la llama “hermanita” y repetidamente insiste en que la echa de menos. Según se expresa enellas, Emilio la consideraba como la ideóloga de la generación del 27» (Zambrano, 2007: 191). Francisco Chica ha documentado sobradamente esta amistad en «Un cielo sin reposo. Emilio Prados y María Zambrano: correspondencia» (1998: 199-259).[6]

En los dos artículos mencionados que se van a comentar, Zambrano desgrana algunos de los rasgos más característicos de la poesía de Prados, lo que nos revela mucho tanto sobre el observador —ella— como sobre el observado —él—. Resulta muy significativo que el primero de estos rasgos —con el que inicia su artículo «El poeta y la muerte»— sea la soledad, que Zambrano considera un hecho de la vida de Emilio Prados, pero que tiene una proyección reconocible en su poesía. «Siempre había estado lejos de quienes lo querían», afirma Zambrano (2007: 191), aludiendo, probablemente, a su exilio, a los rechazos que había sufrido, a las penurias materiales que le acompañaron en la segunda mitad de su vida y a su, en buena medida, marginación literaria.[7] Esa soledad constituye la raíz misma de la poesía de Prados, que se aparece como una experiencia individual, despojada, desolada, en busca constante de una encarnación o un hermanamiento. Ya en sus primeras composiciones, entre 1923 y 1925 —su primer libro, Tiempo, data de 1925—, encontramos nítidas manifestaciones de una intimidad que se percibe habitada por el abandono: «¿Soledad o soledad?…// (Repite el eco de la noche:/ “¡Soledad y soledad!”…)», leemos en «Espejismos (Torre del Mar, 25 de julio)» (1978: 30); y en «Inscripción en la arena (21 de mayo)»:

Duerme el cielo, duerme el mar

y, en medio, mi corazón:

barco de mi soledad…

 Soledad que voy siguiendo

a través de mi esperanza,

no de mi conocimiento. (1978: 31)

Esta soledad causa dolor, pero es a la vez el estímulo que empuja al poeta a eludir el dolor, esto es, a hallar una comunicación —una comunión— redentora. El impulso unitivo, que será objeto de un análisis detallado más adelante, se produce en una doble dirección: hacia dentro y hacia fuera, y ambos, que parecen divergentes, en realidad convergen en un soloacorde. El entrañamiento supone un abismarse en la conciencia, donde radican los objetos del yo más preciados y a la vez más terribles: sus sueños, sus légamos y sus brumas. Este asomarse a las simas interiores, donde habita la verdad, obedece al impulso subjetivo que, arrancando en el romanticismo y formalizándose en el existencialismo —que aborrece las categorías y ama las experiencias; que rechaza lo pensado y defiende al ser pensante—, define a lo contemporáneo. «¡Arde interior la realidad!», proclama el poeta en un poema de La piedra escrita (1979: 153); en otro que hace el número VII de la sección significativamente titulada «Pacto interior», de Circuncisión del sueño, afirma: «En lo interior —en lo infinito» (1981: 41);y en Río natural sostiene:

Entro de prisa en mi espalda

y me pierdo…

—¿En dónde estás?,

pregunto en mí. (1978: 116)

Prados, como escribe María Zambrano, embarcado en una suerte de odisea por el alma, «huyó del concepto adentrándose, hundiéndose (…) en el proceso de su nacer, de su con-nacer viviente» (2007: 201). Con su soledad, insiste Zambrano, el poeta aspira a «quedarse a solas en otro espacio, en otro lugar del tiempo; no ser coetáneo. Quedarse perdido para ser encontrado; para en soledad vivir en compañía verdadera» (2007: 198). En Filosofía y poesía, Zambrano había ya formulado esta idea de huida y reencuentro, de regreso y progresión, de soledad conjurada y cultivada con ahínco, en procura del diálogo y la fecundación. Pero hay que subrayar que, según la pensadora malagueña, el ámbito en el que se adentra el poeta, en el que se desarrollan estas operaciones espirituales, no es un espacio cerrado, inmediatamente identificable con un yo, con una personalidad delimitada e inmóvil, sino un lugar pletórico de movimiento e inquisición, recorrido por fulgurantes pesquisas, en el que se practica la desnudez y aun la negación del yo: en su búsqueda de la soledad esencial, que le permita acceder a una comunión esencial, el poeta se des-hace, se des-vive, se separa, paradójicamente, de su yo, para que todo acceda a él, para que todo lo insemine; como dice Juan Larrea en el prólogo a la primera edición de Jardín cerrado, su conciencia —y, con ella, el universo entero— «parece haberse desmaterializado» (Prados, 1994: 75).Y escribe Zambrano:

Eso persigue la poesía: compartir el sueño, hacer la inocencia primera comunicable; compartir la soledad, deshaciendo la vida, recorriendo el tiempo en sentido inverso, deshaciendo los pasos; desviviéndose. El filósofo vive hacia delante, alejándose del origen, buscándose a «sí mismo» en la soledad, aislándose y alejándose de los hombres. El poeta se desvive, alejándose de su posible «sí mismo», por amor al origen. (1993a: 98)

Un poco más adelante, Zambrano insiste en esta concepción mediúmnica o instrumental del ser del poeta, que hace de la soledad propia la herramienta —el camino— para conjurar la soledad de todos, y que lo vuelve materia plástica, entidad o sustancia adaptable a la existencia de cuanto lo rodea: «El poeta es aquel que no quería salvarse él solo; es aquel para quien ser sí mismo no tiene sentido. […] No es a sí mismo a quien el poeta busca, sino a todos y a cada uno. Y su ser es tan solo un vehículo, tan solo un medio para que tal comunicación se realice» (1993a: 99). Una idea muy similar encontramos en una de las figuras claves del romanticismo inglés, John Keats, el cual, en una carta a su amigo Richard Woodhouse, de 27 de octubre de 1818, escribió: A poet[…]has no identity: he is continually in, for, and filling some other body [‘Un poeta […] no tiene identidad: está continuamente en otro cuerpo, continuamente vive por otro cuerpo y continuamente llena otro cuerpo’] (Houghton, 1951: 159-160),[8] una manifestación a la que Julio Cortázar (1996: 492-496) y Rafael Cadenas (2007: 515-534) han dedicado lúcidos comentarios.

Pero hallar esa compañía verdadera empuja a Prados a un segundo movimiento, centrífugo, que convive con el del abismamiento: la ascensión. Su poesía está llena de una fuerza elevadora, que lucha por alcanzar un éxtasis aniquilador, la disolución del ser en el flujo entero del universo, que se localiza en lo alto, en lo celeste. Este rapto ascensional se asocia a menudo con el arrebato amoroso, subrayado por las exclamaciones y los signos de admiración. En el poema «Ascensión», de Cuerpo perseguido, leemos:

Árboles y ventanas

con los cabellos sueltos,

levantan por tus ojos

mi corazón al viento.

Tallos, pulsos, campanas,

desencajan el cielo.

¡Qué aletazos mis labios

te desclavan por dentro!

¡Qué clamores mis manos

sobre tu frente ardiendo!

Tallos, pulsos, campanas

desencajanel sueño… (1971: 105)[9]

En ocasiones, ambos impulsos, el que se sume en lo profundo y el que pugna por elevarse, conviven en una sola manifestación: en un solo poema, e incluso en un solo verso. Así sucede en el segundo poema de la sección «Pacto interior», de Circuncisión del sueño,donde se despliega una feliz urdimbre de adyacencias y oposiciones entre la inmersión y el vuelo:

¡Emerge, en surtidor interno, el campo!…

Un ave […]

—bajo el amor sin acto de su vuelo

profundo—[…]

¡Asciende inmerso el campo al ave!…

¡Fluye interior paloma cautivada!

¡Sube interior! ¡Vuela interior!… (1981: 22-23)

En estos pasajes, el yo, enredado en la luminosa tiniebla de la intimidad, se proyecta hacia la tenebrosa claridad del cielo, metáfora del todo, y establece entre yo y todo una conexión directa, un pasadizo que elude la realidad y subsume la realidad, por el que circulan todos los fluidos de la existencia. No es difícil reconocer en este movimiento biunívoco el aliento de la mística, en tanto que anulación del conocimiento racional y proyección trascendente del ser, desde las regiones limosas de la existencia individual hasta la extática disolución de la conciencia en un torrente de plenitud cósmica, que se identifica con las alturas divinas. La mística, como ya se ha señalado, influyó tanto a María Zambrano como a Emilio Prados. Entre otros estudios, Zambrano dedicó uno de los capítulos de Filosofía y poesía al estudio de sus relaciones con la poesía (1993a: 47-71) y firmó un espléndido artículo sobre «San Juan de la Cruz: de la “noche oscura” a la más clara mística», publicado por primera vez en 1939,[10] pero también dedicó su atención crítica al mayor místico español, junto a Juan de Yepes: Miguel de Molinos. Lo hizocon el artículo «Miguel de Molinos, reaparecido»,[11] con el que saludó la edición de José Ángel Valente de la Guía espiritual. Defensa de la contemplación, del quietista aragonés, publicada en 1974. Muchas son las alusiones de Zambrano a las similitudes que advierte entre la poesía de Prados y la literatura mística, y, más específicamente, el quietismo. Cuando Zambrano escribe del poeta que quería «quedarse perdido para ser encontrado»(2007: 194), son inevitables los ecos de la estrofa XXIX del Cántico, de San Juan de la Cruz:

Pues si ya en el egido

de oy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me e perdido,

que, andando enamorada,

me hize perdidiza y fuy ganada. (2000: 255)

Las frecuentes paradojas con que describe su quehacer poético remedan también la experiencia indescriptible —de anulación y éxtasis— de los místicos: «Ciego, prisionero de la luz» o «entregado ciegamente a la luz» lo define en varios momentos de su discurso (2007: 194 y 195); o bien autor de una poesía que «nace de un gran silencio» (2007: 196) o «expresa lo indecible» (2007: 200); o bien enunciador de «indicaciones, parajes, islas y moradas» (2007: 197), cuyos últimos términos remiten ineludiblemente a las «ínsulas» de San Juan y a las «moradas» de Santa Teresa. Finalmente, lo considera un poeta abandonado, «sin haberse por ello “dejado” como de un quietista o iluminado se diría» (2007: 195), porque su abandono no obedece a una elección, sino a una atribución metafísica,

dada, recibida, […] una pasividad que es al mismo tiempo libertad. […] El abandono en que viene a quedar pasiva y libremente el que se ha entregado al nacer, desposeyéndose primero, eso sí, entregándose ciegamente a la luz, a la última justicia. Toda la poesía de Prados desde Vuelta y Tiempo, hasta ese libro salido a la luz el mismo día en que moría, Signos del ser, sigue el proceso de este nacer, de esta desposesión, hasta encontrar como último fondo que «Dios está naciendo»… (2007: 195).

Sin embargo, y en una nueva paradoja, para percibir y albergar en la palabra el incesante moverse de las cosas —la flor y la piedra, los seres humanos, la historia: todos entremezclados en la palpitante corriente de la vida, todos remontando, como peces, el curso turbulento de los años, hasta el desove que es la muerte—,[12] Prados tuvo, según Zambrano, que «quedarse quieto, tuvo que ir adentrándose en la quietud, sin ensimismamiento» (2007: 201). La insistencia de Zambrano en la «desposesión» del poeta, amén de resultar coherente con el camino místico, abunda en la idea de que su inmersión en el yo es, como ya hemos visto, fundamentalmente, una inmersión negativa, de agitación y tala, de regresión y despojamiento: como una roza que renueva la heredad, para que nazca un nuevo ser engarzado, con plenitud, en el cosmos.[13]

La consideración de la poesía abandonada de Prados lleva a Zambrano a subrayar sus relaciones con la doctrina y, en un sentido más lato, con el pensamiento, transcribiendo así, a pequeña escala, la dicotomía entre filosofía y poesía —que no es tal, en realidad, puesto que ambas brotan de un mismo núcleo cognoscente— sobre la que tanto meditó. Zambrano sostiene que Prados «tuvo que ser filósofo para ser poeta» (2007: 197), y recuerda que había estudiado Ciencias Naturales en Madrid y Filosofía en Friburgo. Su razón, en efecto, irradia del mismo centro que su poesía, y configura un «sentir-pensamiento» (2007: 200), que evoca aquel «pensar el sentimiento, sentir el pensamiento» de Unamuno, o «la piedra sensitiva» de Rubén Darío. Prados empuja a su poesía con el intelecto, pero la impregna de concisión y materialidad. La tensión del pensamiento la hace, paradójicamente, espesa e ingrávida. El poeta aspira a que la idea, hacia la que tiende —y que le arrebata—, establezca una conexión entre las cosas que rebase —y anule— su ser aislado, sus categorías individuales, y que esa marea de reconciliación arrastre a su propio ser. Pero la clave para que esta imbricación entre pensamiento y poesía no derive en una seca razón matemática —Razón, con mayúsculas, inconmensurable—, que anule el temblor lírico, el misterio de la palabra, consiste en recibir «luz y razón, sin defenderse de ninguna» (2007: 197), de forma armónica, no ideológica, permeable, fluida como el tiempo, como la vida, señala Zambrano. Y añade: «El abandonado vendría a ser, pues, aquel a quien la razón, la grande y total, envuelve y acoge, en un modo análogo a como la luz al ciego que se entregó a ella» (2007: 197).

El conocimiento y la devoción de Emilio Prados por la mística y, en concreto, por San Juan de la Cruz, acaso su poeta favorito, son bien conocidos.

Ahí están los poemas —escribe José Sanchís-Banús—, rezumando trascendencia; ahí está el vuelo de esas abejas de oro que transmutan la angustia en amor, como en los panales de la Sulamita («Jardín cerrado eres, mi hermana, esposa mía…», Cantar de los cantares, IV, 12); ahí está ese cuidado dolorido que atenazó al niño malagueño, y que ahora se queda «entre las azucenas olvidado»… (1978: 17)

Sanchís-Banús subraya el sintagma de El cantar de los cantares que da título a uno de los poemarios centrales de Prados: Jardín cerrado.[14]Y, ciertamente, cuando en Circuncisión del sueño Prados escribe: «¡Un junco es su cintura! ¡Sus dos pechos, / al vuelo de su sed en miel se acaban!…» (1981: 54), acuden a la memoria los elogios a la amada de El cantar de los cantares, que la identifican con miel, frutas y leche: «Los dos pechos tuyos, como dos cabritos mellizos de una cabra», traduce Fray Luis de León; «serán tus pechos como los racimos de la vid, y el aliento de tu boca como el olor de los manzanos» (1958: 106).Pero los ecos sanjuanistas y quietistas recorren toda su obra, con su aleteo erótico y su vigor musical. La excitación del amor da cuerpo a la elevación espiritual: la hace visible, tangible, carnal. La muerte desaparece, convertida en pasión. El júbilo del contacto con la totalidad, instado por la palabra, niega la nada y destruye el olvido. La nada deviene alegre, súbitamente transmutada en eternidad, o, dicho con más precisión, en instante eterno. «¡Pronto, deprisa, mi reino,/ que se me escapa, que huye,/ que se me va por las fuentes!» (1971: 102), reza uno de los poemas de Cuerpo perseguido, con timbres que recuerdan a la estrofa inaugural del Cántico:

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dexaste con gemido?

Como el ciervo huyste

aviéndome herido;

salí tras ti clamando y eras ydo (2000: 249)

y a las fuentes cristalinas de la duodécima. El quietismo —el anclarse en lo más hondo, y quedarse ahí recogido, iluminado de negrura, para saltar a lo más alto— se hace presente en versos como estos de Río natural:

Madurado por el tiempo

bajo los rayos del sol

infinito de lo eterno:

quieto vivo y aguardando… (1978: 116)

o en este pasaje de Signos del ser:

En esta noche misma —quieto estoy,

no aceptado por mí—[…].

Sin levantarme, emprendo mi destino.

[…] Y, en mi cuerpo,

ya frente a frente a mí desnudo en nadie,

permanezco de pie… (1978: 143)

Pero en Prados conviven —se estimulan mutuamente— la soledad y el amor, el amor y la muerte. Zambrano lo señala enseguida: «Emilio se estuvo muriendo siempre. […] Su poesía nació de la presencia constante de la muerte, de su compañía» (2007: 193). La presencia temprana de la muerte en la vida de algunos de los más significados poetas españoles del siglo XX quizá haya contribuido a la presencia obsesiva de ese tema en su poesía; y no parece casualidad que todos ellos presenten acusados perfiles existenciales. Manuel Álvarez Ortega, por ejemplo, contempló directamente los desastres de la guerra en su ciudad natal, Córdoba, y perdió a un hermano en el conflicto bélico, y a su madre pocos días después. También Antonio Gamoneda recuerda la represión en León y los tiempos oscuros de una guerra que hizo más trágica aún la ausencia de su padre, fallecido pocos años antes. Prados fue un niño frágil: padecía terrores nocturnos y una grave enfermedad bronquial —bronquiectasia no tuberculosa—, cuyo empeoramiento en 1920 le obligó a interrumpir sus estudios en la Residencia de Estudiantes e ingresar en el Waldsanatorium suizo de Davos Platz —quizá el de La montaña mágica—, donde logró recuperarse, contra pronóstico, tras una convalecencia de ocho meses. La Guerra Civil, aunque la viviera siendo ya adulto, le marcó también indeleblemente. Pero el tratamiento de la muerte, o su forma de presentarse, en la obra de Prados no es elegíaco o funeral. Como se apresura a señalar María Zambrano, «la entera libertad salta, se produce tan solo en presencia de la muerte» (2007: 193); «el ser se revela cuando la presencia de la muerte se acepta y el propio ser como algo que nace. Y entonces el morir, el ir muriendo, comienza» (2007: 194). Subraya así Zambrano el sesgo existencial de su pensamiento —en el que tanto influyen Heidegger, Gabriel Marcel, Emmanuel Mounier, Albert Camus y Jean-Paul Sartre— y de la poesía de Prados. Cabe recordar los temas recurrentes del existencialismo, según Mounier: la contingencia del ser humano, sus limitaciones, su fragilidad, su alienación, su finitud y la urgencia de la muerte, la impotencia de la razón, la necesidad de soledad y recogimiento, y la nada (Peñas Bermejo, 1993: 27). Como se ve de inmediato, la mayoría de estos asuntos tienen un sentido patético, vinculado con la condición fugaz y perecedera del hombre: con su mortalidad. Esta laceración entronca con el concepto de angustia prefigurado por Kierkegaard. Para él, la existencia no tiene razón de ser: se trata de algo injustificable, inconcebible, y cuya sinrazón nos infunde miedo —Angst—, que se constituye en el motor último de nuestro devenir. Sobre esta base, Heidegger desarrollará luego su noción del «ser-para-la-muerte» (Sein zum Tode), y especificará que la angustia es la experiencia de la nada, que, a su vez, es la experiencia del ser. Sartre, más tarde, se inspirará en la idea de Heidegger de que la existencia es un proyecto, una posibilidad —la más peculiar: la de la absoluta imposibilidad del «ser-ahí» (Da Sein)—, frente a la realidad ineludible de la muerte, para considerar que el ser del hombre reside en un lanzarse hacia el futuro, pero llevando «en sí la nada, “como el gusano en la manzana”, su letal aportación de ser mortal» (Valverde, 1985: 270). Por eso el hombre es una pasión inútil, y la existencia humana, una pasión absurda. Ambos coinciden, asimismo, en afirmar que la vida no puede desligarse de la muerte, porque es también vida, es decir, porque es aquello que desvela el auténtico ser del hombre, que le otorga su plena verdad, la dimensión total de su existencia. El filósofo alemán declara: «La muerte, en su más amplio sentido, es un fenómeno de la vida» (Heidegger, 1962: 269).Por su parte, Sartre escribe: «La muerte es un fenómeno humano, es el fenómeno último de la vida, vida todavía» (1984: 555).

Estas ideas impregnan la visión de María Zambrano de la muerte en la obra de Prados.[15] Escribe la autora de Claros del bosque: «La muerte […] vive como ella querría siempre, sin duda, en un ser viviente sin tener que arrancarle la vida; hermanada con la vida, en una honda fraternidad» (2007: 199). La muerte en Prados se concibe, pues, como sostiene el existencialismo, como algo ínsito en la vida —en rigor, muerte viva—; una noción que subyacía en el pensamiento estoico y en la filosofía barroca. Se trata del característico quotidie morimur, o vivir muriendo: «Lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo», afirma Quevedo en Los sueños (1972: 195).[16] Añade Zambrano:

La muerte viva, no en lucha, sino en hermandad con la vida, esta hermandad de vida-muerte fue el punto que, más que establecer, fue engendrando el equilibro entre el ser y la vida […] el fondo desde el cual los diversos círculos de la poesía de Emilio Prados se iban haciendo círculos concéntricos que crecían hacia adentro… (2007: 199).

La presencia de la muerte en la poesía de Prados es constante, aunque antes que la muerte se experimenta el miedo, como acredita el poema «Tengo miedo», de Andando, andando por el mundo, el sufrimiento —«¡Cómo me pesa este dolor!…», leemos en Signos del ser(1978: 141)— y la angustia: en el rilkiano poema «Ángel de la noche», de Jardín cerrado, el poeta no puede ser más explícito: «¡Qué angustiada existencia/ la del hombre…!» (1994: 341); y luego:

¿Qué ha de hacer el hombre

contra el hálito eterno

que lo escogió fugaz presencia

de un minuto tan solo entre las sombras? (1994: 343)

La muerte acosa con sus filos, con su peso infinito, pero su soplo no es solo negro: también vivifica, alumbra la certeza de existir. La muerte, como todo en la poesía de Prados, es corporal y jubilosa: penetra en la carne con el entusiasmo del amor. Transcribo entero el poema «Invitación a la muerte», de Memoria de poesía:

Ven, méteme la mano

por la honda vena oscura de mi carne.

Dentro, se cuajará tu brazo

con mi sombra;

se hará piedra de noche,

seca raíz de sangre…

Coagulada la fuente de mi pecho,

para pedir tu ayuda

subirá a mi garganta.

¡Niégasela si es vida!

¡Clávame más tu brazo!…

¡Crúzamelo!

¡Atraviésame!

Aunque me cueste el árbol de mi cuerpo,

condúceme a ti, muerte. (1978: 42)

La expresión de la muerte viva encuentra numerosos ejemplos en la poesía de Prados:

¿Yo misma entré en su cuerpo

a purgarle el pecado

de negar mi existencia

y en él vivo penando? (1978: 119)

piensa la muerte en uno de los poemas de Río natural. En otra de las composiciones de este libro, «Prófugo al cielo», Prados se describe «muerto para nacer/ y vivo por la muerte» (1978: 121)y se pregunta: «¿Hijo de la muerte soy/ o nación de la vida?» (1978: 122); y también: «¿Es mi carne penumbra/ —vida y muerte— en mi cuerpo?…» (1978: 123).En «Un gallo canta en la ciudad», de La piedra escrita, en fin, se proclama: «Vives entero —mueres en ti—: ¡naces!» (1979: 121).

Pero la muerte es solo una manifestación —la más importante, sin duda, pero no la única— de la gran fractura existencial que supone vivir. Porque esta es la finalidad última de toda la obra de Emilio Prados: alcanzar «la unidad de su ser en la unidad del ser del universo», como puntualiza María Zambrano (2007: 194); o, en otras palabras, encontrar «un orden total» (2007: 201). También José Sanchís-Banús lo ha señalado:

Prados consagrará cuarenta años a ese conato de borrar la frontera entre realidad exterior y conciencia, en busca de la Unidad perdida. […] Eternidad, momento del éxtasis, donde se recobrará la Unidad perdida […]. Donde el Todo dejará de sernos despiadadamente Otro, como lo sentimos con angustia en cuanto nos sentimos existir (1978: 11-12).

Ciertamente, la poesía de Prados, como toda poesía patética, tiende a suturar una escisión. Prados percibe su ser roto, expulsado del mundo, y su empeño no es otro que reintegrarlo a él. El poeta, embarcado en la «búsqueda de lo absoluto», como ha señalado Francisco Javier Díez de Revenga (1999: 32-33), quiere recuperar la armonía existencial: reunir conciencia y Todo. Sí: un viejo afán de los místicos, como hemos visto ya. Prados aspira, mediante el artificio del verso, a reconciliarse con su respiración, a diluir el dolor, a entender la distancia y la nada; y a crear un único flujo de plenitud donde convivan el cuerpo y la soledad, el desamor y el recuerdo, la naturaleza y la justicia:

Que quiero mi soledad

abierta en medio del aire

sobre las ruedas del mundo

girando con su engranaje (1937: 51)

afirma en un poema de Llanto en la sangre. Romances 1933-1936. No obstante, esta ansia encuentra siempre la oposición de lo real. El yo, fragmentado, remontala pendiente, como Sísifo, en busca de su reconstrucción, pero, como él, renace sin fin en el sufrimiento, aunque a veces, extáticamente, crea haberlo derrotado: «¡Ya es unidad el universo!», exclama en La piedra escrita(1979: 113); o «¡Mis tiempos se reúnen!», en Circuncisión del sueño(1981: 22); o «Ya soy, Todo: Unidad/ de un cuerpo verdadero»,en Jardín cerrado(1994: 398). Esta lucha entre fractura y unidad, este impulso desde el dolor hasta una nueva génesis, sin tiempo, sin noche, constituye el eje de la lírica de Prados, y se manifiesta mediante una delicada red de opciones léxicas y sintácticas.

La fragmentación existencial —el divorcio entre el yo y el cosmos— genera la incesante fragmentación del discurso: la ruptura encarna en pausas, en zigzagueos, en tropezones; traducido a texto, en paréntesis, en puntos suspensivos, en interrogaciones y exclamaciones. También María Zambrano lo ha observado: «La totalidad queda dividida en fragmentos. (El mismo poeta puntúa de exclamaciones, de puntos suspensivos, la continuidad en la ilimitación de su poesía)» (2007: 200). Así dice un poema de El misterio del agua:

¡Una nube sobre el cielo

conduce a la luz!…

—¿Adónde?…

—¡Que nadie pregunte!

(El tiempo

va desangrando en amor

todo el corazón del sueño). (1987: 20)

La lectura se resquebraja y, con ella, nuestra percepción del tiempo —ese tiempo circular o total, en palabras de Zambrano, ese tiempo «que no se recorre, […] esa inmensidad del tiempo que ahoga o que sostiene» (2007: 194), ese tiempo que «se desprende del sueño» (2007: 200)—. La linealidad no existe: en su lugar hallamos una fluencia abrupta, una percutiente sinuosidad. El poema, además, acaba sin acabar: el paréntesis crea una suspensión total que contradice el carácter conclusivo del punto final. Sin embargo, ninguna de estas cuñas quiebra la música del poema, asentada, como buena parte de la obra de Prados, en la asonancia y la escansión —aquí, el octosílabo—, rasgos de la lírica popular que el escritor supo integrar en su poesía. «De la naturaleza musical de esta poesía nace la exclamación que puntúa y acompaña», apostilla Zambrano (2007: 200).

La segunda manifestación del yo desterrado es más compleja aún. Prados rompe las entidades que aparecen en sus poemas: las duplica, ramifica o expande en reflexividades imposibles. Leemos en Río natural:

(Despacio,

otra vez voy caminando

delante de mí.)

Detrás,

también voy yo, sin espalda.

Y otra vez me cruzo y canto:

¿Este cuerpo, será umbral

del cielo que estoy buscando?…

Delante de mí, mi voz

duerme en mi espalda soñando.

Mi voz sueña que es mi voz,

soñando que he despertado. (1978: 117)

El yo y el cuerpo se separan, y este, a su vez, se disocia de alguna de sus partes: la espalda y la voz. La conciencia entra y sale de la carne, la circunda como un satélite. El yo se multiplica: deshace su unidad. El poema revela la persecución pradiana del cuerpo –así se titula otro de sus libros más sobresalientes, Cuerpo perseguido– como anhelo de una identidad inalcanzable, y también el descoyuntamiento de lo que nos constituye como seres humanos: igual que en un cuadro cubista, los planos desgajados pretenden reflejar una simultaneidad imposible, y su solapamiento suscita el quejido emocional. Pero con la partición convive el círculo: los últimos versos del fragmento transcrito constituyen un ouróboros perfecto, que anuda principio y final, causa y efecto: duerme la voz y sueña que es voz que sueña el despertar.

Zambrano ha reflexionado sobre estas operaciones de desgajamiento en Filosofía y poesía, que documentan una huida y una búsqueda, «una angustia sin límites y un amor extendido», acudiendo, como hemos visto ya, a sus habituales nociones de deshacimiento y desposesión:

[El poeta] parte, entonces, pero es hacia atrás; se deshace, se desvive, se reintegra cuanto puede a la niebla de donde saliera. […] Y aun puede suceder que el misterio de la voz resuene, quedibuje su presencia el rostro esperado y temido, y la conmoción sea tal: temor a escuchar al fin lo que se espera, amor que no quiere despegarse, terror de ser, por último, uno mismo y en soledad, oculto afán de seguir en dependencia y en anhelo, que se rehúya el instante, que se emprenda la marcha, la veloz carrera, huida ante la revelación. Cuerpo perseguido. […] [La poesía] no descansará hasta que todo con él se haya reintegrado a los orígenes. (1993a: 106-107).[17]

La metáfora y la paradoja le sirven a Prados para reconstruir la unidad perdida. La segunda, como se ha indicado ya, constituye un mecanismo de expresión habitual, es más, esencial en la mística. La primera ha sido una de las pocas figuras retóricas empleadas por Prados a las que Zambrano, poco dada al análisis estilístico, se ha referido; y de ello cabe deducir su importancia: su poesía ofrece «una especie de alfabeto en el que entran metáforas, y aun enunciaciones siempre alusivas…» (2007: 197). En cualquier caso, Zambrano la reivindica, aunque no la mencione, en Filosofía y poesía, porque permite luchar contra la injusticia de que las cosas sean solo lo que son:

La palabra quiere fijar lo inexpresable, porque no se resigna a que cada ser sea solamente lo que aparece. Por encima del ser y del no ser, persigue la infinitud de cada cosa, su derecho a ser más allá de sus actuales límites. «Me parecía que cada ser tenía derecho a otras vidas» [dice Rimbaud en Una temporada en el infierno]. Porque cada ser lleva como posibilidad una diversidad infinita con respecto a la cual lo que ahora es, es únicamente porque ha vencido de momento. Significa una injusticia. (1993a: 115)[18]

Ambas, como señala Octavio Paz, al reunir cosas disímiles u opuestas, ordenan el mundo: la analogía en que se fundan atenúa el caos de lo real.[19] Prados es, en este sentido, un pintor de la palabra: ve cosas —sonidos, movimientos, sueños— y las ensambla en la página:

Un jazmín cantaba

su aroma de estrella…

(…)

Era un ascua el pájaro,

¡luz de primavera!

Me acerco…

Sus alas:

ceniza en la yerba (1994: 127-128)

como reza un poema de Jardín cerrado. Prados escribe desde la imagen: la conciencia proyecta representaciones en lo sensible, y de esa articulación, matemática y visionaria a la vez, brota una nueva realidad, cuyo sostén son la ambigüedad y el ojo.

Otro mecanismo es esencial en este polo reconstructivo, que contrapesa el sentimiento de exilio vital de la poesía pradiana: la reiteración léxica. Prados, inspirándose en el conceptismo barroco, practica frecuentes repeticiones, que construyen un espacio significativo por acumulación, como si, ante la precariedad de todo, solo el peso de las palabras, su música obsesiva, pudiera sostener el mundo. Leemos en El misterio del agua:

¡Ay tiempo contra tiempo

sin piel; sangre en la sangre

de una misma sangre;

luz en la luz sin luz

de luz del aire!

Cuerpo sin cuerpo en cuerpo

contra el cuerpo en que naces

hoy, tiempo de tu tiempo… (1987: 17)

A menudo, el amontonamiento se ordena en anáforas: resulta entonces más grácil, menos pastoso. Prados obra por permutación: intercambia numérica, vertiginosamente, los vocablos. Las cuatro cuartetas del poema «Bosque de la noche», de Memoria de poesía, empiezan con idéntico verso: «Se alzó —manzana de ébano—», para, tras él, seguir así:

la mirada en el viento

y se quedó en el alma

meciéndose en su rama.

(…)

el alma sobre el viento

y quedó la mirada

meciéndose en el agua.

(…)

el agua sobre el viento

y se quedó en el alma

mecida en su mirada.

(…)

el alma en la mirada

y se quedó en el viento

meciéndose en su rama… (1978: 41)

Suaves políptotos y algunas variaciones preposicionales orean los heptasílabos, pero la rueda de las combinaciones no se detiene, ni siquiera al final: los puntos suspensivos sugieren, una vez más, una continuación, la prolongación sin fin de los sintagmas. Importa subrayar que Prados no concibe este recurso como un juego, sino como una forma de expresar su búsqueda de la plenitud: todo está en todo, todo se fecunda y se corresponde; el universo, en suma, es verso.

Dos instrumentos más maneja Prados para articular esa búsqueda de lo absoluto: la frecuente subversión de los artículos, bien omitiéndolos, bien utilizándolos para singularizar lo múltiple; y la función expresiva de las preposiciones. Dice en Circuncisión del sueño:

¡Huye a un cristal un monte en transparencias!…

Silencio y sucesión de voz, inmóvil

canta en símbolo un trigo: «¡A luz, mi fábula

futura! ¡A luz, mi olvido! ¡A luz, mi cuerpo

innominal!…». (1981: 22)

Las palabras se suceden sin asideros, solas en su ser, platónicas: «transparencias», «símbolo», «luz». Así, en su indeterminada majestuosidad, esbozan un mundo ideal, puro, sin recovecos orgánicos. A la inversa, pero con un mismo propósito, «un trigo»: lo colectivo se individualiza.

Por otra parte, en estos versos ya se observa el protagonismo de las preposiciones en la dicción de Prados: contienen siete. En el mismo libro encontramos ejemplos aún más claros: «La piel de un monte espejo ante la luz/ en vuelo al campo sobre el campo» (1981: 52): cinco en dieciséis palabras. En el fragmento antes citado, «¡Ay tiempo contra tiempo!…» se cuentan trece. Este sí es un uso específicamente pradiano, como la sustantivización de los pronombres lo es de Salinas o la «o» conjuntiva, de Aleixandre. Lo primordial de esta práctica es que Prados no recurre a la preposición con un sentido meramente funcional, sino que la sitúa en el mismo centro significativo del poema; es su corazón: el verso se construye sobre ella. Siendo la preposición un nexo y parte invariable de la oración, resulta magistral este escorzo de Prados, por cuanto arranca a un elemento inerte connotaciones vivas. La preposición —uno de cuyos principales campos de rección es la información sobre el espacio y el tiempo— enhebra los nombres en un hilo superior: los objetos, los conceptos se abrazan, se engarzan unos en otros, se unen como piezas de un solo mecano, hasta fundirse en un ser reconciliado. La preposición acribilla los versos: su impacto rompe las fronteras del tiempo y el espacio, o, mejor, las diluye, las mezcla: así, ya no hay muerte ni separación; la razón ya no secciona la vida, ya no establece distancias entre la realidad y el deseo, entre el ayer y el hoy, entre la patria y la huida. Y el panteísmo del verbo, su amplitud ontológica, sutura, por fin, toda escisión.

Escribe María Zambrano:

La poesía quiere reconquistar el sueño primero, cuando el hombre no había despertado en la caída; el sueño de la inocencia anterior a la pubertad. Poesía es reintegración, reconciliación, abrazo que cierra en unidad al ser humano con el ensueño de donde saliera, borrando las distancias. […] El poeta cree y esperar reintegrarse, restaurar la unidad sagrada del origen. (1993a: 96)

A esta reconquista se aplicaron tanto María Zambrano como Emilios Prados: aquella, con un pensar sintiente, expuesto con estilo de poeta; este, uno de los mejores poetas españoles del siglo pasado, y uno de los, todavía, menos conocidos, con dieciséis libros de versos plagados de cuerpos, de muerte y de luz.

EDUARDO MOGA

[Este artículo se publicó en Lavarquela, suplemento del núm. 44 de Cuadernos del Matemático, mayo 2010, pp. 3-23, con algunas diferencias respecto a esta versión].

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[1]Filosofía y poesía ha conocido diversas ediciones desde entonces: en 1971 (Obras reunidas, Madrid, Aguilar); en 1987 (México, Fondo de Cultura Económica), corregida por la autora; y en 1993 (Madrid, Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares y Fondo de Cultura Económica). Esta última es la que he manejado para el presente trabajo.

[2]«En la selección que se ofrece de los diversos escritos sobre autores españoles, podrán hallarse las influencias y confluencias más certeras, e inmediatas, de su propio pensamiento. Así, sobre todo, sucede con sus tres “maestros”: Ortega (el más declarado como tal), Unamuno y Machado (ambos, en la sombra más iluminante)…» (Zambrano, 1993b: XXVII).

[3]Que ha sido recogida, total o parcialmente, en diversas ediciones: Tres poemas y un esquema, edición de Jesús Moreno Sanz, Segovia, Instituto de Bachillerato Francisco Giner de los Ríos, Pavesas. Hojas de poesía, núm. VII, 1996; El agua ensimismada, edición de María Victoria Atencia, Málaga, Servicio de Publicaciones e Intercambio Científico de la Universidad de Málaga, 2001; y Poemas, edición de Javier Sánchez Menéndez, Sevilla, Ediciones de la Isla de Silto lá, 2018.

[4]«El poeta y la muerte» vio la luz por primera vez en Cuadernos Americanos (vol. 126, núm. 1, México, enero-febrero, 1963, pp. 162-167). Luego se publicó en España, sueño y verdad con el título «El poeta y la muerte. Emilio Prados» (Barcelona, Edhasa, 1965, pp. 161-171), en Litoral (núm. 100-102, Torremolinos-Málaga, 1981, pp. 141-148) y en Andalucía, sueño y realidad (Granada, E.A.U.S.A, col. Biblioteca de la Cultura Andaluza, 1984, pp. 109-118).«Pensamiento y poesía en Emilio Prados», escrito en La Pièce (Francia) en octubre de 1976, se publicó en Revista de Occidente con el título «Pensamiento y poemas en Emilio Prados» (3ª época, núm. 15, Madrid, enero, 1977, pp. 56-59) y, después, como prólogo de Circuncisión del sueño(Zambrano, 1981: 5-14).

[5]La importancia de estas lecturas en la escritura pradiana queda sobradamente documentada en los papeles que dejara inéditos a su muerte, recogidos por José Sanchís-Banús en su edición de La piedra escrita (Zambrano, 1979: 156-189).

[6]No todos compartían, sin embargo, la excelente opinión que de su paisano tenía Zambrano. Luis Cernuda, por ejemplo — andaluz, exiliado y homosexual como él—, pasó de una amistad que llegó a calificar de «histórica» a algo que no puede ser considerado sino como detestación, y que solo se vio atemperado por el fallecimiento de Prados. En sus cartas, el sevillano lo llama «chismoso», «entrometido», «ladilla», «ruina física y moral», «víctima del complejo de Galatea», «the greatest emmerdeur», emisor de «estupideces malignas» y «repugnante», entre otras lindezas. Curiosamente, también de Zambrano habló mal, aunque antes de que su relación se hiciera más estrecha: en una carta de 1944 dirigida a Concha de Albornoz, escribe: «He visto en una revista mexicana algunos escritos suyos [de Zambrano]: ¿por qué es tan pedante y por qué escribe tan mal?» (Cernuda, 2003: 392).

[7]La propia Zambrano inicia su segundo artículo haciendo referencia a la condición de «desconocido» de Prados; y añade: «Esa condición de desconocido nada o poco tiene que ver con que su obra haya sido publicada y, a veces, primorosamente; con que haya colaborado en revistas de la máxima vigencia, con el haber figurado en antologías, con el haber brillado con luz propia en la constelación poética que ha entrado ya en la historia…» (2007: 198).

[8]La traducción es mía.

[9]Los versos transcritos —correspondientes a la primera edición de Cuerpo perseguido, aparecida en Memoria del olvido (1940)— se recogen como variante de los incluidos en la versión definitiva del poemario: «Como un río mi sangre / va cruzando tu cuerpo. / ¡Qué posesión perfecta / de todo tu camino! // Árboles y ventanas / con los cabellos sueltos / levantan por tus ojos / mi corazón al viento. // ¡Qué clamor en las ramas / enreda libre el sueño! / Tallos, pulsos, campanas, / desencajan el cielo…».

[10]En Sur, vol. 9, núm. 63, Buenos Aires, diciembre, 1939, pp. 43-60. En este artículo —ahora incluido en Algunos lugares de la poesía— se reitera Zambrano en el concepto del poeta —del místico— como alguien que «ha realizado toda una revolución; se hace otro, se ha enajenado por entero; ha realizado la más fecunda destrucción, que es la destrucción de sí mismo, para que en este desierto, en este vacío, venga a habitar por entero otro; ha puesto en suspenso su propia existencia para que este otro se resuelva a existir en él» (2007: 127).

[11]Ínsula, año XXX, núm. 338, Madrid, enero, 1975, pp. 3-4. El artículo se ha incorporado, íntegro, a La razón en la sombra. Transcribo uno de sus pasajes más señalados: «No aparecen resplandores ni lámparas ardientes ni llama alguna en la prosa de la Guía. Ni tampoco ese parpadeo de mariposa de la divina luz que tanto hace palpitar la prosa de santa Teresa. El canto de los últimos capítulos de la Guía espiritual se adentra con sus claras tinieblas en la inmensidad de la quietud. Se dirige esta música apagada hacia el silencio como a su lugar prometido» (1993b: 419-421).

[12]Prados es un poeta de agua, su «constante elemento», como ha precisado Zambrano(2007: 201). De los cuatro elementos que constituyen tradicionalmente el universo (aire, tierra, fuego y agua), según la clasificación de Empédocles de Agrigento, el agua es el más presente en su obra, puesto que es el que, de forma más general, simboliza a la muerte. Gaston Bachelard ha clasificado «a los autores en escritores de agua, de aire, de tierra o de fuego en función de la clase de imágenes mayoritarias que aparecen en sus obras», y considera que la personalidad literaria de agua «se inclina hacia la depresión, como la de Ofelia, Poe o Valéry» (Perpinyà, 2008: 77). Los dos principales expresiones simbólicas del agua son el mar y el río, que constituyen metáforas obsesivas en Prados: el mar está presente en toda su obra, desde sus más tempranas composiciones, y uno de sus libros fundamentales se titula Río natural. Ambos representan el fluir del tiempo, desde el río de Heráclito hasta el de Jorge Manrique, desde el mar de Tales de Mileto hasta el de los románticos, aunque es en el Barroco donde alcanzan su mejor encarnación. El tópico del tempus fugit encarna en el agua, no solo porque escapa irreparablemente y, como bien indica Jean Rousset, «alimenta todos los símbolos de la fluidez, inconstancia y plasticidad» (Andrés, 1994: vol. I, 54), sino también porque, como el tiempo, no puede volver atrás. Por su parte, el mar es el «lugar donde lo inestable vive su apoteosis. El agua ya no es un curso entre márgenes, sino la infinidad misma, como si el tiempo hubiera roto la esfera del reloj para perderse en lo atemporal» (Andrés, 1994: vol. I, 54). Zambrano matiza esta atribución simbólica: «El río es el del universo todo, junto al cual la visión del mar resulta limitada, estática. Y el equilibrio lo vemos así hallado, vivido en medio del fluir del universo cuyo cuerpo se le presenta amenazadoramente en su totalidad» (2007: 199).

[13]«El alma a quien se le ha quitado el discurso debe no violentarse ni buscar por fuerza noticia más clara o particular, sino sin yugos, ni arrimos de consuelos o noticias sensibles, con pobreza de espíritu y vacío de todo lo que su apetito natural le pide, estar quieta, firme y constante, dejando obrar al Señor, aunque se vea sola, seca y llena de tinieblas, que si bien le parecerá ociosidad, es solo de su sensible y material actividad, no de la de Dios, el cual está obrando en ella la ciencia verdadera. Finalmente, tanto cuanto más sube el espíritu, tanto más se desarrima de lo sensible» (Molinos, 1974: 68-69).

[14]«Hortusconclusus, soror mea sponsa…», reza el original en latín de Fray Luis de León, que lo traduce por «huerto cerrado, hermana mía, esposa…» (1958: 61).

[15]Aunque lo niegue —o matice— en otro lugar de sus artículos: «En Davos Platz […] conoció la muerte múltiple y una con la que se amigó, sin cultivarla ni imaginarla. […] No se enamoró tampoco de ella: le hizo sitio dentro de sí. ¿Nació en ella o ella en él? Le dio tiempo la muerte y libertad, mas no “para la muerte” al modo de un filósofo, un filósofo solo al modo de Heidegger que luego ha de ir a beber en la poesía. Ella estaba allí a su lado dándole tiempo y ahorrándole el calvario que suele ofrecerse a los nacidos para la libertad» (2007: 202).

[16]José González de Varela, en su Pira religiosa. Mausoleo sacro (1642), escribe: «Todo es morir. Allí nace uno a la vida, allí nace también a la muerte; aquí muere, y es porque aquí nació, que el nacer y el morir fueron hijos de la Humanidad» (Andrés, 1994: vol. I,82).

[17] Zambrano añade una nota a pie de página en la que señala: «Cuerpo perseguido es el título del libro inédito del poeta español Emilio Prados; él me ha hecho ver todo esto que digo» (1993a: 106-107).

[18]Coincide en ello con su amigo y poeta admirado Federico García Lorca, que escribió: «Nada más antipoético que la relación lógica entre dos objetos […]. Hay que romper las amarras de las relaciones visibles y las invisibles. Hay que dejar que los objetos y los conceptos vayan libremente por donde quieren, que luchen, que vuelen para que el mundo sea más divertido y pueda existir la verdadera poesía. […] Es absurdo que te conformes [con] que el zapato no sirva nada más que de zapato, y la cuchara, de cuchara. El zapato y la cuchara son dos formas de una extrema belleza y de una vida propia tan intensa como la tuya, y, sobre todo, tienen una capacidad de aventura que tú no sospechas siquiera» (2000: 91). A esta defensa de la asociación libre, de inspiración surreal, se suma también María Zambrano: «La realidad es demasiado inagotable para que esté sometida a la justicia, justicia que no es sino violencia. […] La palabra de la poesía es irracional, porque deshace esta violencia, esta justicia violenta de lo que es. No acepta la escisión que el ser significa dentro y sobre la inagotable y obscura riqueza de la posibilidad. Quiere fijar lo inexpresable, porque quiere dar forma a lo que no la ha alcanzado: al fantasma, a la sombra, al ensueño, al delirio mismo» (1993a: 115).

[19]«La analogía vuelve habitable el mundo; a la contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho, las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el ritmo y sus repeticiones y conjunciones. Es un teatro hecho de acordes y reuniones en el que todas las excepciones, inclusive la de ser hombre, encuentran su doble y su correspondencia. La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas, reconcilia las diferencias y las oposiciones» (Paz, 1989: 102).

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