Leer a María Zambrano es abrir una ventana a lo ignoto, que mediante el ejercicio de pensar se va vislumbrando hasta acceder a la esencia de su conocimiento. Para el común de los mortales, la lectura del filósofo, en este caso de la filósofa, es compleja e, incluso, fatigosa y, a veces, aburrida, si no se está suficientemente motivado, no solo por el tema en sí mismo, sino por un estado actitudinal orientado al conocimiento, al cuestionamiento sistemático de todo el tránsito del camino a la verdad asintótica a la que se pretende llegar o, al menos, comprender para descubrir la esencia del ser en todas sus dimensiones e interacciones.
Todo filósofo, o filósofa, cuando elabora un pensamiento racional va mostrando un camino, una vía por donde se ha de ejercer el uso de la razón. Pensar es un ejercicio más o menos complejo en función del hábito que se tenga para hacerlo. Leer a los grandes pensadores lleva a un enriquecimiento singular, pero a su vez es un reto para alcanzar el nivel de elaboración y profundidad que se nos muestra. El soporte de la razón estriba en el conocimiento y, ante una gran filósofa como María Zambrano, se observa un bagaje intelectual que muestra su vasta erudición, su amplia capacidad de comprensión y su alta cualificación para computar, cognitivamente, la relación o interacción entre los diferentes elementos que conforman la diversidad del obrar humano y los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad.
Pensar, “filosofar”, según mi modesto entender, es discurrir, acerca de algo que se observa, con la racionalidad del razonamiento. Es un elevado pensamiento que busca el valor de la verdad, que pretende encontrar el sentido de la existencia y, a su vez, los parámetros que se conjugan para comprenderla, la esencia, el néctar del ser, el ente o la substancia con que definen al sujeto en relación interactiva con el medio donde se entronca su existencia. En todo caso, pensar debería enmarcarse, también, dentro del proceso científico de contrastación de la hipótesis, elaborándola y confirmándola, ya que cualquier pensamiento se sustenta en una hipótesis inicial o pensamiento primario que llama a una mayor elaboración del mismo.
El atributo principal del ser humano es su capacidad de pensar, de dudar, discernir y deducir, de computar cognitivamente sus percepciones a través del razonamiento y las emociones. Somos las ideas que fraguamos, crecemos con ellas, mientras nuestro cuerpo físico es, solamente, el continente efímero que soporta el complejo sistema que nos permite elaborar el pensamiento.
Nuestro libre pensar es un derecho inalienable que no debe coartar nadie por causa alguna, pero también una obligación con la sociedad para enriquecerla dentro de la diversidad de visiones del prisma existencial. Tenemos la obligación de pensar, de discernir, para crecer y evolucionar intelectualmente, a la par que compartirlo con los demás. La sociedad se desarrolla mediante las sinergias de los pensamientos de sus miembros, mediante el intercambio de las ideas, del conocimiento y las experiencias de cada uno.
Adquirimos, pues, dos obligaciones sociales: una es pensar y desarrollar ideas y la otra es hacer que trasciendan a la gente para que ellos también crezcan al considerar las visiones y opiniones que aportamos, mediante el análisis que pudieran realizar de las mimas, al igual que nosotros debemos hacer con los otros pensamientos. Es más, nuestra propia trascendencia y su solidez, una vez la Parca nos arrebate la vida, dependerán de los testimonios que hayamos dejado sobre ellas. Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro… son expresiones populares de formas de trascender a la muerte; perpetuar la especie, garantizar la vida en la naturaleza y dejar constancia de nuestra existencia mediante lo escrito.
Mas no es mi intención hacer una disertación sobre la Filosofía, de la que soy un neófito, sino hablar de María Zambrano, de su impresionante obra, sobre todo de su percepción de esta España nuestra, tan singular, cuya idiosincrasia nos ubica donde estamos, o lo que es lo mismo, donde nos trajo la historia, para lo que recurro a un nexo, a su análisis de La España de Galdós, ese ensayo donde, a caballo de la novela Misericordia, va desgranando, o diseccionando, la esencia del ser, de un ser atrapado por la historia y una realidad no real que refleja una sociedad donde, en un marco que conjuga la tragedia de la vida y su afrontamiento como forma de superación del mismo, el sujeto se diluye, a la par que se conforma, como ente singular inmerso en el drama de un pueblo atrapado por la historia, como ya he referido.
Galdós, que es la otra pata que soporta mi discurso junto a Zambrano, a lo largo de toda su obra es crítico y didáctico. Con el pincel de su pluma va perfilando el verdadero cuadro de una España en declive, donde el orgullo y la miseria se dan la mano como forma de enfrentarse a una realidad que choca con otra realidad impuesta por el devenir del tiempo. La realidad como forma de un sentimiento patrio consolidado a través de la historia de un imperio que se pierde y se diluye, cual azucarillo, en el siglo XIX. El espíritu definitorio de la esencia del ser español está condicionado por la implacable incidencia de la religión y la aristocracia, conjugada con la quijotesca heroicidad del altruismo, que surge de forma incomprensible en un mundo de miseria, mendicidad, vagancia y picaresca, donde transcurre la vida de Benina (Nina), Dª Paca y el ciego “Almudena” en la mencionada novela, junto a otros personajes secundarios.
El mismo Pérez Galdós, en el prólogo a la edición de Misericordia de 1913, explicaba así sus planteamientos de partida:
En Misericordia me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal y merecedora de corrección. Para esto hube de emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur de Madrid. Acompañado de policías escudriñé las “casas de dormir” de las calles de Mediodía Grande y del Bastero… pude ver de cerca la pobreza honrada y los más desolados episodios del dolor y la abnegación en las capitales populosas…
Zambrano y Galdós se acercan a un mismo diagnóstico, a una semejante percepción de esa realidad irreal que Galdós, tan magistralmente, presenta como una forma de atrapar al personaje de sus novelas. Galdós entronca al personaje con su entorno, describe la irreal realidad a que le somete y hace brotar, en el mismo, valores y actitudes de una complejísima psicología donde ya no se sabe si la realidad que describe forja al personaje o es este el que conforma la realidad percibida. Tal vez sean ambas cosas, la descripción de la cruda realidad en que, el autor, enmarca al personaje es tan dramática que este se ve inducido a crear otra realidad irreal para poder seguir viviendo sin disonancias cognitivas. El personaje, pues, ha de acoplarse a esa realidad galdosiana que lo abduce, porque el ansia de vivir se sobrepone, como dice José Luis Mora García en la introducción a La España de Galdós, donde el hambre y la esperanza “son los principios que alimentan el ansia de vivir, más allá de la realidad que puede negar la propia vida”. Mora García emite un juicio de mayor aproximación a la concordancia entre ambos autores cuando dice:
Compartieron, pues, Galdós y Zambrano el afán por descubrir las verdades de la historia, de las historias, y el esfuerzo por conseguir que esas verdades llegaran a tiempo, antes de que la propia historia las inutilizara. Cuando está en juego la vida, solo en la historia es posible hallar la salvación ante la encrucijada que forman la verdad frente a la mentira y la propia vida frente a la realidad.
Ya en boca de Zambrano aparece una apreciación sobre la obra de Galdós especialmente significativa y digna de reseñar con sus propias palabras:
La historia, las historias que cuenta Galdós, lo son de una vida arrolladora. Una vida arrolladora que se pierde y se deshace en historias, que se desangra en ellas literalmente. Y más que en ningún otro lugar, se está obligado a admitir, ante este espectáculo sin par de la novela galdosiana, la diversidad entre vida, propiamente vida humana, y humana historia. Y lo inexorable de que la humana vida engendre esta su más que humana historia desmesurada: más y menos que humana historia. Una historia nacida por la humana condición, un lugar de arrebato y aun éxtasis y un abismo. Una sima con un nombre: España. Si no fuera por ella, se diría que todos los personajes alcanzarían su ser, lo que de verdad tiende a ser, su promesa que de tanto en tanto se enciende ante la mirada del lector que asiste a una tragedia total, una tragedia única que envuelve a todos los personajes, a todos, aun los más apartados por su anonimato de las históricas acciones y pasiones.
Pues no están los personajes de Galdós —Novela, Episodios, Dramas— sumidos en la historia, envueltos en ella, en ella complicados, solamente como lo están los de toda novela, por muy al margen de la historia que sus personajes vivan, ya que a ninguna humana vida le está permitido vivir fuera de ella. Lo que a través de ese laberinto que es la obra de Galdós percibimos que sucede es otra cosa, algo así como un estar la vida, la de todos y cada uno de los personajes que la pueblan, apresada en la historia. Como si el argumento entre todos fuese este conflicto entre vida personal e historia.
Galdós ofrece en el abigarrado mundo de Novelas y Episodios, y aun Dramas —sin enunciarlo teóricamente, huelga decirlo—, este conflicto, llevado a veces a su extremo, haciendo sentir la condenación de la historia sobre la vida. Y aun despierta la sospecha, como siempre que nos encontramos con algo que implacablemente condena, de si ella, la historia, no estará acaso por algo condenada. ¿Sucederá esto en España especialmente, o será que Galdós, nuestro Galdós, lo haya sentido y percibido más agudamente que nadie, porque el español sea sensible, más sufriente de este conflicto que nadie?
Zambrano viene a plantear cómo Galdós, en su obra, nos muestra que la historia se le mude en novela a todo un pueblo, a todo un conjunto de personajes que aparecen vagando en un ambiente, en un espacio donde ya no es posible otra cosa, porque ellos no pueden vencerla, ya que la suerte está echada, como se aprecia en los protagonistas de Misericordia. Como refiere Zambrano sobre esa suerte: “Su suerte, ¿cuál? ¿No será esta de pertenecer a un mundo en que la historia se ha convertido en novela? Como si ella, España, hubiera corrido la suerte de Don Quijote y la historia se le hubiese convertido en novela” y a ellos personajes de novela.
Los personajes de Galdós emanan de sí mismo porque se siente adherido a ellos, brotando de su alma de modo natural, siendo el autor la naturaleza de donde nacen. Parece como si al ir buscando Galdós la realidad desde el primer momento, sean sus personajes, ávidos de esa realidad, los que se impongan ante la indiferencia del autor. Unamuno, en su novela Niebla, a la que llamó “nivola”, se ve arrastrado por el protagonista, Augusto Pérez, cuando este decide visitarlo al no saber qué decisiones tomar respecto a su propia existencia, entablando una discusión sobre la realidad que le otorga la autoridad a Unamuno, y la imaginaria o novelesca que le da vida a Augusto.
En todo caso es la propia condición humana, atrapada en ese entorno desgarrador, la que aflora en toda su dimensión para modelar al personaje desde la concepción del autor que, en su apreciación, conforma un escenario irreal muy próximo a una realidad desesperada, asumida como la manifestación última de esa condición irreductible de la vida, “lo indomable de la vida”. Además de esa ineludible condición humana, observamos una especie de sumersión en ese terreno donde los seres vivos nacen, condicionando sucesos y personajes integrados en ese marco de referencia que reconduce todo aspecto de lo humano al lugar de vida elemental, aferrando la vida esa confusión donde el ser se debate. Zambrano refiere que “confusión, avidez, proliferación de la vida y su apetencia de corporeidad conforman el «realismo», como a casi todo lo que en España alcanza una cierta visibilidad”.
En palabras de Zambrano: “Si Misericordia parece ser el centro de la obra de Galdós, Nina lo es de Misericordia”. Nina, se siente atrapada en una dramática realidad donde la miseria de su señora, obligada a aparentar, mantiene el secreto a la sociedad, mientras ella ejerce la mendicidad empujada por la caridad, en una extraña alianza, para satisfacer las necesidades de su señora. Y es aquí donde se da la quijotesca actitud de “complicidad entre el que devora y el que es devorado”, por lo que Nina “ha venido a ser una mendiga. Y el que lo sea de incógnito no deja de tener significación, hace caer en la cuenta de que sería siempre mendiga, aunque fuera otra cosa, aunque tuviese uno de los oficios y hasta dignidades reconocidos”. El asumir su clase y la de su señora le lleva a conductas propias del rol asignado socialmente a esa clase y esa sumisión anclada a la historia es una constante en un mundo real de la España pretérita que se mantiene con el ejercicio de la tradición.
Por tanto, realidad irreal, realidad impuesta o realidad asumida, son variables de un mismo sistema percibido que acaba, como ya se ha dicho, atrapando al personaje en el drama introspectivo que su propia conciencia le despierta. Esa realidad perfilada por los principios y valores, por las actitudes y conductas del personaje, no solo se da en el caso de Nina en Misericordia. Me viene a la memoria otra realidad condicionada, como es la de Nela, en la novela Marianela, cuando las percepciones se establecen mediante determinados sentidos; es este caso excluyendo el de la vista, que condiciona la impresión de la realidad que percibe Pablo en su ceguera.
Nela, físicamente deforme, es percibida por Pablo con la exaltación de la belleza, dado que esa belleza que él admira es la que fluye de su interior, con el discurso de su esencia como ser humano al transmitirle lo que ella ve y que a él le está vedado. La realidad de Pablo y la realidad de Nela son tan dispares que, al recuperar la vista éste, todo cambia por haberse modificado el código que enmarca la belleza al amparo de la vista. Es Nela la que, al aparecer la visión en Pablo, se siente descubierta y muta la realidad vivida hasta el momento junto a Pablo, por la real realidad de su vida cotidiana. En esta crueldad, en el caso de Nela, se impone la apariencia a la esencia y queda manifiesto que la realidad percibida es el producto de una interpretación del ser humano en función de los estímulos percibidos y de su propia capacidad para computarlos, lo que lleva a cuestionar si la realidad es un hecho incontestable o una percepción individualizada. En todo caso, es unívoco el hecho de que cada sujeto construye su propia realidad en base a sus percepciones, mientras que la interacción con el medio va condicionando el proceso de fijación de la misma de una forma dinámica, en función de lo que, día a día, nos depara la existencia.
Galdós, con los personajes de su novelística, sobre todo con sus Episodios Nacionales, es el gran cronista histórico de la España del siglo XIX. Nos transmite una realidad dolorosa, dramática, de una España sometida a la hecatombe, donde la Guerra de la Independencia y la pérdida de su imperio, junto a la confrontación civil, traumatiza a una sociedad que se resiste a ver y conocer la real realidad que se presenta, manteniendo una realidad ficticia que se va desmontando en el día a día, lo que lleva al desconcierto de sus personajes de novela, tan cercanos a los personajes reales que habitan el siglo.
Se ha comparado a Galdós con dos grandes escritores rusos; por un lado Fiódor Dostoyevski, que explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa de la segunda mitad del siglo XIX; por otro, León Tolstói; sus dos obras más famosas, Guerra y paz y Ana Karénina, están consideradas como la cúspide del realismo ruso, junto a obras del mencionado FiódorDostoyevski. Psicología humana y realismo, dos formas complementarias que Galdós muestra en su obra, en su forma de presentar la realidad de la España del XIX.
Aquí quiero hacer una incursión en la magna obra de Galdós, especialmente en los Episodios Nacionales, dado que le debemos mucho en tanto fue capaz de presentarnos una realidad bien ajustada a su tiempo, no solo a través de los Episodios Nacionales, sino de toda su obra. Un tiempo mediatizado por los hechos que se dan en una Europa allende nuestras fronteras, donde, el llamado Siglo de las Luces, vinculado en su esencia con la Ilustración, que fue un movimiento cultural e intelectual europeo “que apostó por la razón y las ciencias como medio de disipar la ignorancia y avanzar en el progreso de la historia y la sociedad”, tuvo su freno en los Pirineos o, al menos, una importante modulación desde la idiosincrasia de nuestra singular sociedad. Con posterioridad, las ideas de la Revolución Francesa, que cambiaron Europa, se neutralizaron por la pérfida invasión napoleónica y por el avivamiento de la llama opositora por parte de un clero y una nobleza que, salvo casos testimoniales, presentía el riesgo de perder sus prebendas e influencia. Todo ello, en ese entorno, llevó a identificar al ilustrado como afrancesado, por lo que, en el ámbito de la contienda, acabó señalado como alevoso.
Este querer progresar, por parte de una masa popular y cierta clase intelectual, y el freno a ello impuesto por los poderes anacrónicos dominantes, revirtieron siempre en sangre y muerte, en miseria y confrontación, en incompetencia política y administrativa. La corrupción de los gobiernos, el nepotismo, las cesantías según quien gobernara, las revoluciones de diferente calibre, hicieron de este país un campo de batalla y discordia, donde se perdió la esencia de nación homogénea y próspera, descolgándose del tren del desarrollo industrial, económico y social que circulaba en los países del entorno. Ya no fue solo el veto a la revolución ideológica que llevó a Francia a la República, sino a la propia revolución industrial y mercantil que dinamizaba la economía mundial.
La descripción de esta etapa de singular violencia producida por la invasión napoleónica, a lo que los ingleses le llamaron la Guerra Peninsular, tiene, a mi entender, una magnifica narración en la obra de Galdós. Desde la misma batalla de Trafalgar, pasando por el relato de los sitios de Zaragoza y Gerona, donde el dramatismo, la violencia y el sufrimiento humano tienen gran protagonismo, hasta la crónica de la confrontación a campo abierto, ya sea en la batalla de Bailén, Arapiles o de Vitoria, que tan bien describe… No queda fuera de su relato el singular protagonismo gaditano, con su fortaleza inexpugnable amparada por la flota inglesa, que permitió la elaboración de una de las constituciones más innovadoras y liberales dadas en Europa y el mundo, siendo ejemplo para otras venideras en ultramar.
Luego nos vino un rey, Fernando VII, llamado “el Deseado”, que resultó ser un felón impresentable que no dudó en llamar a los cien mil hijos de San Luis ―segunda invasión francesa que no se consideró agresión al defender el absolutismo de la monarquía― para imponer su dominación totalitaria y cruel, manifestada en la década ominosa, con ejecuciones sumarias. En su haber tiene, también, la ingobernabilidad que dejó como herencia, y la confrontación entre herederos; por un lado su hermano Carlos María Isidro y por otro su infantil hija Isabel, regentada por su esposa María Cristina Borbón Dos Sicilias. El conflicto “legal” se dio entre la ley Sálica ―algo descafeinada, pues mientras en la ley sálica establecida en las leyes seculares no podía reinar una mujer, en este otro caso no podían reinar mientras hubiera un varón en la línea directa de sucesión, situación que persiste en la actualidad― y la Pragmática Sanción ―que reinstauraba la de 1789 retomando la sucesión tradicional de las Siete Partidas de Alfonso X de Castilla― no suficientemente promulgada y clarificada en 1830, lo que desembocó en una larga y cruel guerra que enfrentó a Carlistas e Isabelinos (Cristinos) por el tema de la sucesión, desarrollada sobre todo en el norte, donde más abundaban los seguidores del carlismo.
Por otro lado, durante todo el siglo XIX, el movimiento político era vertiginoso y continuos los cambios de gobierno, donde el Presidente del Consejo de Ministros era extraño que durara más de uno o dos años. Desde 1833 a 1874 con la restauración con Antonio Cánovas hubo 72 cambios de estos presidentes, repitiendo algunos de ellos en varias ocasiones, como es el caso Narváez, llamado el Espadón de Loja, de tendencia moderada; el propio Espartero que era del grupo progresista o Leopoldo O’Donnell, catalogado como liberal. O sea, cambios entre unos y otros en función del viento o la veleta que afectara a la realeza y los movimientos sociales, sobre todo Dª Isabel II, que acabó desterrada y dando paso a la Gloriosa, una revolución casi de guante blanco, que acabó buscando un rey que ocupara un trono poco deseado por su conflictividad.
El general Prim consiguió que viniera Amadeo de Saboya, en un intento de proclamar la primera monarquía parlamentaria de España, pero en las vísperas de su recepción en Cartagena, asesinaron a Prim y el primer acto real de protocolo que hubo de hacer fue acudir al entierro de su mentor. Tras dos años de reinado se acaba “largando” a su tierra, junto a su papá, que era el rey de Italia, Víctor Manuel II y dando paso a la Primera República, donde, al amparo de la libertad, aparece el movimiento cantonalista con Cartagena como uno de sus principales bastiones.
Luego vendría D. Antonio Cánovas del Castillo, paisano nuestro como malagueño y conservador convencido, que procuró y consiguió la restauración monárquica con la abdicación de Isabel II en su hijo Alfonso, lo que instauró, por el llamado acuerdo del Pardo, una etapa de alternancia política entre su partido y el de Práxedes Sagasta, conservadores y liberales, que se mantuvo hasta 1909, aunque Cánovas fue asesinado en Mondragón en 1897 por el anarquista italiano Michele Angiolillo, inscrito en el establecimiento (balneario de Santa Águeda) como corresponsal del periódico italiano Il Popolo.
Expreso estas referencias a la historia del XIX para dejar constancia de cómo D. Benito trata y describe esa historia de la mano de sus personajes. Su clarividencia es sorprendente, lo que hace que vaya mostrando, cual cronista competente, un escenario cuasi real de un convulso siglo de especial trascendencia. Su obra nos puede llevar a conclusiones muy interesantes que nos harán comprender mejor por qué estamos como estamos y donde andamos, atrapados en un conflicto interno que abarca dos dimensiones, la individual y la social.
Concluyo, y me quedo para ello con las intuitivas frases finales que le dice Mariclío, la diosa o musa de la historia, a Tito Liviano, el protagonista final en la novela Cánovas, de la quinta serie:
La paz, hijo mío, es don del cielo, como han dicho muy bien poetas y oradores, cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer y afianzar su existencia fisiológica y moral, completándola con todos los vínculos y relaciones del vivir colectivo. Pero la paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a la consunción y a la muerte.
Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás si vives que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.
Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento… Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío… Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro… me duermo…
Bibliografía consultada.
- Zambrano, María (1960). La España de Galdós. Madrid: Endymion. ISBN 978-84-7731-035-8.
- Casalduero, Joaquín (1951). Vida y obra de Galdós. Madrid: Gredos.
- Pérez Galdós, Benito (1982). Misericordia (Luciano García Lorenzo, edición). Madrid: Cátedra. ISBN 8437603684.
- Pérez Galdós, Benito (2011). Marianela, Castalia Editorial, ISBN: 978-84-9740-403-7
- Pérez Galdós, Benito. (1872-1912), Episodios Nacionales.