¿Qué peso ejerce la obra de un escritor en la consciencia de los pueblos? Desde la modernidad romántica, ya Friedrich Hölderlin subraya que lo que permanece, lo fundan los poetas. Pero ese ejercicio de permanencia está ligado desde su raíz al lenguaje, y después, cuando las sociedades se alfabetizan, a la escritura. Por eso, en las fases más remotas de nuestra tradición cultural, en la época oral de la cultura griega antigua, todo aquello que no quedaba fijado en la memoria, en el vuelo expresivo de la palabra, la que irradiaba en los rituales, en las prácticas adivinatorias, o en el canto poético, caía en la noche del olvido, en la muerte.
Cuando la escritura emerge, se desarrolla, el destino de los pueblos se hace visible a través de esa pluralidad de voces fijadas en el tiempo que llamamos literatura. En ese universo de la expresión, el español es una lengua tocada por la fortuna, ya que el destino, en su momento terrible, que le hizo viajar a América, terminaría por abrir la posibilidad de un futuro en el que la síntesis de la civilización europea con el otro, con las grandes tradiciones culturales nativas del nuevo continente, permitiría el proceso más intenso de mestizaje cultural y al tiempo de mantenimiento de la unidad de la lengua, conocido hasta ahora en la historia de la humanidad.
Pocos nombres expresan mejor, con todo su alcance simbólico, ese destino universal de mestizaje y contacto con el otro, a través de la unidad de nuestra lengua, que el de Octavio Paz. Esa pasión que en todo momento caracteriza su escritura, y que, como él subrayaba con acierto, para ser eficaz ha de ser lúcida, se ejerció públicamente siempre a través de la palabra. Independientemente de las nacionalidades políticas, Paz concebía nuestra literatura, la literatura escrita en español, como un orbe unitario. Para él, la unidad de la lengua implicaba la unidad de una civilización: “Decir lengua es decir civilización: comunidad de valores, símbolos, usos, creencias, visiones, preguntas sobre el pasado, el presente, el porvenir.”
Pero Octavio Paz fue, a la vez, un viajero impenitente, ante todo un viajero de sí mismo, que extendió su curiosidad sin límites por todos los registros expresivos del conocimiento: la poesía y la literatura, las artes plásticas, la diversidad de las culturas humanas, la vida social y la exigencia moral de libertad, evitando así todo cierre o limitación dogmática en los terrenos cerrados de los “especialismos”. Y también un viajero físico, un nómada de los continentes, de un rincón a otro del planeta, abierto una vez y otra al reconocimiento de lo que nos une, de las huellas del sí mismo en los acentos y plasmaciones expresivas del otro.
Unidad de la lengua y viaje del conocimiento. Sobre esa dinámica, la palabra en libertad de Octavio Paz construye una obra que, desde su impregnación surrealista en la raíz, busca alcanzar la plenitud crítica de la consciencia. Una obra inmensa, como un río cuyas aguas corren sin detenerse nunca, que fluye principalmente a través de tres vertientes: la imaginación, el amor y la libertad. Él mismo lo dejó así escrito: “… la imaginación, el amor y la libertad, únicas fuerzas capaces de consagrar al mundo y volverlo de veras otro”. Son las frases de un programa poético de transformación de la realidad, la formulación de un objetivo de configuración humana del mundo, tal y como lo expresaría en Libertad bajo palabra: “Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.”
El río, el cauce de donde todo fluye, donde germina la invención de la palabra es, en todo caso, la poesía: “La poesía es la memoria de los pueblos y una de sus funciones, quizás la primordial, es precisamente la transfiguración del pasado en presencia viva. La poesía exorciza el pasado; así vuelve habitable al presente.” Paz desvela, con estos términos el ejercicio de síntesis temporal que tiene lugar en la poesía: hacer habitable el presente. Algo que se expresa, igualmente, de modo directo en uno de sus poemas más hermosos, que habitualmente le gustaba recitar en sus intervenciones públicas:
AQUÍ
Mis pasos en esta calle
resuenan
en otra calle
donde
oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde
sólo es real la niebla
Paz concebía la gravitación del tiempo en la poesía como una transfiguración. En ese giro metamórfico se sitúa una de sus concepciones más profundas, su idea del poema como la casa de la presencia: “El presente de la poesía es una transfiguración: el tiempo encarna en una presencia. El poema es la casa de la presencia.” Poesía e imaginación van indisociablemente unidos, y esta última tiene en Paz un intenso carácter dialéctico: “El modo de operación del pensamiento poético es la imaginación y ésta consiste, esencialmente, en la facultad de poner en relación realidades contrarias o disímbolas.” En su teoría del lenguaje poético resuenan los ecos lejanos de las especulaciones cósmicas de los presocráticos griegos, que veían el universo como el resultado de la oposición de las figuras míticas del Amor y la Discordia. En Paz leemos: “La operación poética concibe al lenguaje como un universo animado, recorrido por una doble corriente de atracción y de repulsión. En el lenguaje se reproducen las luchas y las uniones, los amores y las separaciones de los astros y de las células, de los átomos y de los hombres.”
La densidad cósmica del poema permite que, a través de su fragilidad, el ser humano plasme en imágenes lo que permanece, la singularidad que dura. Así, entrevista, se hace presente la felicidad, como en el poema Felicidad en Herat: “Vi al mundo reposar en sí mismo./ Vi las apariencias./ Y llamé a esa media hora:/ Perfección de lo Finito.” Felicidad que encuentra su curso en la potencia creativa del amor, y la imagen de su encarnación en la mujer. Quizás sea éste el núcleo de ideas que Octavio Paz comparte más intensamente con los surrealistas, y muy en particular con André Breton: en su escritura se despliega una metafísica del amor que se pone en práctica en la misma manera de construir el texto, desplazándose y girando sobre sí mismo en los ecos curvos del deseo. Pero, además, la poesía de Paz alcanza sus cotas más altas cuando exalta el amor. La experiencia única, singular, irrepetible: y por ello común a todos nosotros, permanente, del amor.
Es inolvidable, entre tantos, innumerables ejemplos, cómo se expresa, en el poema Eje, esa fusión del amor, en un conjunto de variaciones y conjunciones donde los cuerpos de los amantes se hacen uno con el cosmos: “Por el arcaduz de sol/ mi noche en tu noche/ mi sol en tu sol/ mi trigo en tu artesa/ tu bosque en mi lengua/ Por el arcaduz del cuerpo/ el agua en la noche/ tu cuerpo en mi cuerpo/ Manantial de huesos/ Manantial de soles”.
Y también es relevante cómo concebía Paz la figura del mono gramático: “Hanuman: mono / grama del lenguaje”. “Ideograma del poeta: señor / servidor de la metamorfosis universal”. La imagen del mono gramático es el mejor anagrama de los ensayos de Octavio Paz. De todo Paz. Del poeta ensimismado en la cambiante virtualidad sin fin del lenguaje. Del escritor por la libertad sin límites.
La obra de ensayista de Octavio Paz es un prodigioso monumento de densidad conceptual y creatividad literaria. Desde los seminales El laberinto de la soledad (1950) y El arco y la lira (1956), desde la interrogación lúcida y apasionada sobre la identidad mexicana y el cuestionamiento de la poesía como espacio fundante del lenguaje, pocos aspectos de lo real han quedado al margen de la inmensa curiosidad intelectual de Paz.
Con él, “la prosa de ideas” en castellano ha adquirido un nuevo vigor, un sentido de modernidad, que no siempre ha sido habitual. Descansa ese vigor en la pasión literaria que alienta en sus ideas, en la elaboración creativa de sus textos, construidos siempre sobre una impresionante “voluntad de estilo”.
Pero descansa igualmente en su universalidad. Pocos escritores en nuestra lengua han sabido asumir como Paz el creciente carácter de síntesis y mestizaje de nuestro mundo. El mono gramático es también un emblema del cruce de Oriente y Occidente, de las conjunciones y disyunciones, que siempre ejercieron tan profunda irradiación en la obra de Paz. Él era consciente de ese sentido de universalidad de su escritura. Y con la lucidez generosa de su mirada crítica, la convertía en un rasgo generacional: “Mi generación fue la primera que, en México, vivió como propia la historia del mundo”.
La universalidad provenía también de la profundidad de las raíces mexicanas y de la influencia de la literatura española, particularmente de ese “período de esplendor” que se vivió en los últimos años de la Monarquía y culminó con la República, cuya lucha el joven Paz sintió como propia.
El mono gramático es igualmente signo del carácter corporal de la palabra. En él se indica el trasfondo común que une la voluntad expresiva del cuerpo y el lenguaje: el erotismo. Paz hace del erotismo una potencia universal, una fuerza cósmica presente en la naturaleza y en la vida de los hombres.
Es a través del erotismo como puede entenderse la expansión sin límites de la mirada inquisitiva de Paz. La diversidad y riqueza de las culturas humanas, el festín de la antropología suena con el mismo timbre y sentido que la puesta al desnudo de las obras de los grandes artistas plásticos de nuestro tiempo.
Un erotismo que se transmuta en amor, en consciencia de esa “llama doble” que da un sentido más profundo y radical a la experiencia de escisión que constituye el rasgo definitorio de Occidente. Un sentido del amor que, ahora más que nunca, conviene recordar: “El amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes.”
Tan frágil, y tan inmensa, como el amor es, para Octavio Paz, la libertad, que rechaza pueda concebirse como sistema general del universo y del hombre, o como una filosofía. Apenas “se convierte en absoluto”, nos advierte, “deja de ser libertad: su verdadero nombre es despotismo.” Paz concibe la libertad como un acto, y en esa concepción resuena, una vez más, la palabra poética. La libertad, afirma, “es un acto, a un tiempo irrevocable e instantáneo, que consiste en elegir una posibilidad entre otras.”
Cabría casi decir que este gran artífice de la palabra concibe, y nos permite concebir, la vida como un poema. Como un hacerse y deshacerse continuos en los surcos de la lengua, una lengua que Octavio Paz supo elevar en todo momento al grado máximo de exigencia intelectual y moral. Por eso hoy y en el futuro, en su presencia viva, su escritura sigue siendo irrenunciable, imprescindible.