A partir de 1954 y con la transición de Nacimiento último (1953) la obra de Vicente Aleixandre se humaniza, alcanza el ámbito de un sentimiento más hondo, más profundo, más humano, se modifica su perspectiva solipsista y se produce el encuentro con el otro en una especie de humanidad reconquistada para la poesía. Resurge una poesía que ya había fundado para sí Antonio Machado donde la otredad y la alteridad son principios constitutivos del nuevo discurso:
Sentirse bajo el sol entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
(…)
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón
de los hombres palpita extendido.
El poeta debe perder los atributos antiguos y conquistar un nuevo mundo a través del acto simbólico de la desnudez para, acto seguido, ahondar en la licuación humana, en la colectividad como principio del que se puede conseguir ese júbilo vital: “Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza, / y avanza y levanta espumas, y salta y confía, / y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven”. ¡Qué mayor exaltación de vitalidad!
Es una visión del sentimiento de raíz cívica, fraternal y empática que nos permite hablar también en Machado de un profundo humanismo solidario, por cuanto el objeto sentimiento, que habitualmente el poeta lo entiende como algo personal e intransferible, en la lírica de Machado adquiere un valor «colegiado, ecuménico», se amplifica y pierde su dimensión individual. El sentimiento del poeta no es un estado de ánimo personal sino colectivo. El placer o el dolor que posee ante su visión del mundo y la realidad que hay en su entorno el poeta lo posee tanto en cuanto forma parte de una comunidad, de una sociedad, de una humanidad: es un sentimiento NUESTRO.
Las razones de este reencuentro con Machado hay que buscarlas en sus inicios poéticos, ya que como dijo en su momento Machado había sido una de sus primeras lecturas junto a la de Rubén Darío:
Machado tiene el más emotivo de los recuerdos. Fue el primer poeta español que leí. Me había iniciado en le conocimiento de la poesía –lejanísima adolescencia– con Rubén Darío, en una antología del genial nicaragüense seleccionada con gran tino por un escritor, Andrés González Blanco, muy importante, y casi por completo, olvidado. Era en un pueblecito de la Sierra de Guadarrama, verano de 1917. A las pocas semanas yo regresaba a Madrid. Recuerdo mi búsqueda de los maestros españoles de la época. Aquella tiendecita de libros viejos en la madrileña calle de la Bolsa al pie de la Escuela de Comercio donde yo estudiaba, y mi hallazgo del volumen de tela roja, selección de Machado. (Aleixandre, 1977: 17-18)
De él señala que se sabía los versos de memoria. Y recuerda también que sus primeros versos más que rubenianos fueron machadianos, si bien es verdad que el Machado que más amaba era el de Soledades, Galerías, sin olvidar el simbolista de Campos de Castilla. Vicente Aleixandre y Merlo nació en Sevilla el 26 de abril de 1898 y murió en Madrid pasadas las once de la noche del día 13 de diciembre de 1984 a la edad de 86 años, pero se pospuso la hora de la muerte al día 14 para hacerla coincidir con el día de San Juan de la Cruz, un poeta al que estimaba mucho Aleixandre.
Ingresó en la RAE con cincuenta y dos años y antes, durante la República, en 1933, había obtenido el Premio Nacional de Literatura con La destrucción o el amor, y más tarde en dos ocasiones el Premio de la Crítica en 1963 con En un vasto dominio y en 1969 con Poemas de la consumación, para finalmente alcanzar en 1977 el Premio Nobel. Acaso como un reconocimiento a toda una Generación, la del 27, que simbolizaba en su persona. Decía Aleixandre con motivo de la entrega en Estocolmo:
Un premio a la tradición literaria en la que el autor de que se trate, en este caso, mi persona, se ha formado. Pues, sin duda, poesía, arte, es siempre y ante todo, tradición, de la que cada autor no representa otra cosa que la de ser, como máximo, un modesto eslabón de tránsito hacia una expresión estética diferente; alguien cuya fundamental misión es, usando otro símil, transmitir una antorcha viva a la generación más joven, que ha de continuar en la ardua tarea (…) La generación del 27 no quiso desdeñar nada de lo mucho que seguía vivo en ese largo pretérito, abierto de pronto ante nuestra mirada como un largo relámpago de ininterrumpida belleza. No fuimos negadores, sino de la mediocridad; nuestra generación tendía a la afirmación y al entusiasmo, no al escepticismo ni a la taciturna reticencia. Nos interesó vivamente todo cuanto tenía valor, sin importarnos dónde éste se hallase. Y si fuimos revolucionarios, si lo pudimos ser, fue porque antes habíamos amado y absorbido incluso aquellos valores contra los que ahora íbamos a reaccionar. Nos apoyábamos fuertemente en ellos para poder así tomar impulso y lanzarnos hacia adelante en brinco temeroso al asalto de nuestro destino.
Unas palabras que aúnan ese sentimiento comunitario en torno a un grupo con el que Aleixandre, a pesar de las diferencias entre ellos, quiso en esos momentos confraternizar y al que alabó en su síntesis entre la tradición y la revolución estética, un encuentro que desde luego se ofrece en muchos de ellos desde ese espíritu barroco que se reivindica con Góngora hasta los encuentros con el surrealismo, el cubismo o el dadaísmo.
Aleixandre nació en una familia burguesa, con su padre, Cirilo Aleixandre Ballester, como ingeniero de ferrocarriles en la Compañía de Ferrocarriles Andaluces, y su madre, Elvira Merlo García de Pruneda, educada en las labores de las señoritas de entonces: labores, idiomas y piano; y su abuelo materno, Antonio Merlo, intendente jefe de la región, que había conocido a Bécquer y de él le hablaba a su nieto. Tan solo dos años duró ese comienzo en Sevilla, ciudad cuya relación ha sido analizada en profundidad por Barrera López en La luz en la distancia (Vicente Aleixandre en Sevilla) (1998).
Cuando contaba, pues, dos años sus padres se trasladaron a Málaga, a la calle Córdoba y es en esta ciudad, donde tras años en un parvulario iniciará sus estudios en el Instituto Vicente Espinel de la calle Gaona junto a escritores y amigos como Emilio Prados: “De Andalucía, es sólo el recuerdo infantil de Málaga lo que alguna vez pasa como una vislumbre por su obra poética” (Alonso, 1978: 305). Allí mismo estudiaron también Pablo Ruiz Picasso, Ortega y Gasset, Manuel Altolaguirre, José María Hinojosa, Blas Infante, Denis Belgrano y Gálvez Ginachero…: (Caro Romero, 1998: 24) recordaba en un artículo de ABC una entrevista que le hizo con motivo de la concesión del premio en 1977 y así decía de su síntesis sevillana-malagueña:
Sí. Nací en Sevilla y en la Puerta de Jerez, en el viejo caserón de la Intendencia, luego Palacio de Yanduri. Mi abuelo era intendente militar de la región. Soy sevillano injerto también en el Mediterráneo. Como se sabe, transcurrió mi niñez en Málaga. Luego he vuelto muchas veces a mi tierra y siempre que paseo por las calles sevillanas estoy pisando y sintiendo mi origen.
Durante los veranos la familia tomaba la segunda residencia en Pedregalejo, la barriada de Málaga a pocos kilómetros de la ciudad, donde el mar estaba tan presente. Con diez años aprueba el examen de ingreso en el Instituto de Málaga el 1 de junio de 1909, y al año siguiente se trasladará con los padres a Madrid para estudiar el Bachillerato en el Instituto General Técnico de San Isidro. Al finalizar ingresará en la facultad de Derecho al mismo tiempo que simultanea con la Escuela de Comercio para licenciarse a los 21 años, obteniendo al mismo tiempo el título de Intendente Mercantil.
Málaga fue una ciudad que simbolizará toda la infancia del poeta y con la que estará definitivamente unido, pues no en vano será aquí cuando publique su primer poemario, Ámbito, en 1928, en el 6º suplemento de la revista Litoral de la mano de Prados, Altolaguirre e Hinojosa, y desde luego años más tarde con la relación en torno al grupo Caracola: Bernabé Fernández Canivell, Alfonso Canales, Rafael León, María Victoria Atencia… Málaga quedó definitivamente marcada como “Ciudad del paraíso” en el célebre poema:
Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.
Colgada del imponente monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las ondas azules,
pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,
intermedia en los aires, como si una mano dichosa
te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para
[siempre en las olas amantes.
Un poema que en su momento tuvo el preciso comentario de Manuel Alvar (1975: s. p.) y donde nos decía que
Y he aquí un primer planteamiento: en el mundo dual del poema se entreveran la visión de una ciudad concreta -Málaga- convertida en criatura mítica -ciudad del Paraíso- y el hombre que, más allá del medio del camino, detiene su ambular para remansarse en el recuerdo. Son dos planos separados por la historia: la infancia del poeta y la vida de la ciudad, de la que el niño se ha desasido; son -también- dos planos que se proyectan y tienen su virtualidad en las necesidades lingüísticas de su expresión (…) Todo el poema de Aleixandre no es otra cosa que ese pervivir motivos amados cuando la vida se ha llenado de amarguras. Entonces, lo que acierta a durar y lo que se quiere evocar convierte la memoria del pasado en un relato mítico; esto es, historia transfigurada. Porque la ciudad perdida se recobra ahora convertida en una nueva realidad a la que el poeta da vida con sus versos.
Y como recuerda Neira (2012: 84):
En público y en privado: «Málaga se vuelca conmigo, y esto me emociona. Cada vez estoy más atado a esa tierra mía, mía hasta el fondo», escribe a Bernabé Fernández-Canivell en enero de 1950 al agradecerle su felicitación por el ingreso en la Real Academia. Con ese motivo, el Ayuntamiento de la ciudad le nombró «gestor» o concejal honorario, decisión en la que pesó sin duda que el alcalde fuera José Luis Estrada, poeta que dos años más tarde fundaría la revista Caracola.
Esa visión definitiva de la Ciudad nos la dará el propio Aleixandre (2002: 598) en sus Prosas Completas: “En Málaga abrí los ojos a la luz recordada. Yo no recuerdo otra luz primera que la de Málaga. Y en Málaga, bajo esa luz sin caída, aprendí a leer, que es otro modo de nacer al mundo. En Málaga amaneció mi conciencia y tuve el privilegio, yo, un hombre como los demás, de despertar a ella en una ciudad que, desde dentro y desde fuera, desde todas partes, he pensado siempre como la única ciudad del paraíso. He intentado decirlo con la voz que Málaga me ha dado ―no tengo otra― cuando ya estaba lejos, sintiendo todavía su sombra, su luz, a la sombra del paraíso”.
La familia de Aleixandre poseía unas profundas ideas y vocación liberales y desde pequeño esta influencia se hace evidente en el niño. Fue profesor de Derecho Mercantil, empleado en una empresa ferroviaria, periodista financiero. Pero es evidente que desde joven su inquietud se halla en la lectura, y, enseguida, en la escritura.
Sus primeros poemas los comenzó a escribir a los 18 años, que el poeta recordaba de este modo con motivo de la entrega del Nobel:
El destino de mi vida, el enderezamiento de ésta lo trajo un fallo de mi cuerpo. Caí enfermo de gravedad, de una enfermedad crónica. Hube de abandonar todos mis otros quehaceres que denominaría corporales y escapar al campo, lejos de mis actividades anteriores. El vacío que esto me dejó lo llenó rápidamente otro quehacer que no necesitaba la colaboración corporal y era compatible con el reposo que los médicos me habían recomendado. Esta invasión inolvidable, desalojadora, fue el ejercicio de las letras; la poesía ocupó plenamente la actividad vacante. Empecé a escribir con dedicación completa, y entonces, realmente, entonces, se adueñó de mí la pasión que no me había de abandonar nunca.
Había sido, como hemos dicho, Dámaso Alonso, uno de sus amigos más leales, el que le iniciará en la poesía y le presta una antología de Rubén Darío que le despertará una nueva visión del mundo, como nos recordaba Duque Amusco (2005: 7-8):
El libro que al serle prestado por Dámaso Alonso le revela un nuevo mundo para la emoción y la expresión estética es de Rubén Darío, la antología del genial maestro nicaragüense preparó el también poeta modernista Andrés González Blanco, en 1910. El decisivo hallazgo se produjo en el verano de 1917 y en un lugar que se ha convertido en sitio histórico para la poesía española del siglo XX: las Navas del Marqués (Ávila). En octubre de ese mismo año Aleixandre intenta sus primeras composiciones. Nacía el poeta.
En una primera etapa que alcanza una duración de veintiséis años, desde1928 hasta 1953, Aleixandre escribe seis libros: Ámbito (1981), dedicado a Manuel Altolaguirre, que fue su editor; Espadas como labios (1932), dedicada a Dámaso Alonso; Pasión de la tierra (1935), escrita antes, entre 1928 y 1929 pero publicada tres años más tarde que Espadas como labios; La destrucción o el amor (1935) que había sido Premio Nacional de Literatura el año anterior; Sombra del paraíso (1944), cuyos poemas se elaboran entre 1939 y 1943, una obra que ejercerá una influencia extraordinaria en las generaciones venideras de posguerra junto a Hijos de la ira (1944) de Dámaso Alonso.
Y Mundo a solas (1950) que había sido escrito en 1934-1936, aunque se publicara seis años después de Sombra del paraíso, precedida una cita relevante de Quevedo que ofrece suficientes claves simbólicas e interpretativas: “Yace la vida envuelta en alto olvido”: Aleixandre da la sensación de que está previendo ese futuro del país donde la muerte se encontrará presente y lúcidamente avanza esa impureza poética donde un “Mundo inhumano” se ha adueñado de nuestro ser donde “El hombre está muy lejos. Alta pared de sangre. / El hombre grita sordo su corazón de bosque”.
Una vía existencial de su poesía que se hará profunda y desgarradora a partir de 1953; y, en un primer poema muy significativo, “No existe el hombre”, dirá ofrecerá claves imaginarias de un mundo donde la muerte ha alcanzado sus últimas posiciones: “Fragua una sombra, mata una oscura esquina”// (…) “Un cadáver en pie un instante se mece”; además de todo un conjunto de imágenes donde la naturaleza suena como melodía triste como un límite para esa existencia que se precipita”.
La segunda etapa, a salvo la intermediación de Nacimiento último, se inicia propiamente con Historia del corazón (1954), En un vasto dominio (1962), Picasso (1961), Retratos con nombre (1965), Poemas de la consumación (1968), Diálogos del conocimiento (1974). Después, póstumamente, En gran noche (1991). Existen también una serie poemática escrita entre 1927 y 1967 que se reunió en Poemas varios 1 y, entre 1924 y 1973 en Poemas varios 2. Duque Amusco en la edición de su poesía completa reúne también en un Apéndice los primeros poemas del Álbum de versos de juventud, escritos entre 1917 y 1924, un poema atribuido en 1920, Primeras prosas poéticas entre 1927 y 1928, una traducción en 1936 y Poemas circunstanciales, 1945-1957:
No conviene, sin embargo, insistir tanto en las diferencias advertibles entre las etapas mencionadas que pueda parecer que existe entre los distintos momentos de la obra del autor una total incomunicación, una insalvable solución de continuidad. Siempre resultan un poco falaces estas distinciones tajantes entre diferentes épocas de la obra de un creador. Comprendo que para los rápidos panoramas que deben trazar los manuales al uso, resulta casi obligado recurrir al excesivo esquematismo, aunque haya que sacrificar matices importantes en aras de la sencillez y de los llamados criterios pedagógicos. (Prado Escobar, 1987-1988: 187).
De este largo recorrido nos gustaría detenernos más abundantemente en ese Aleixandre que se compromete con el hombre y la palabra y, por tanto, abordar la segunda época de su poesía, que, se abre con Historia del corazón (1954), aunque con un precedente, Nacimiento último (1953), al que consideramos un libro híbrido y de transición entre ambas épocas, por cuanto ya nos va anunciando esa visión humana y acaso solidaria –de la que también había precedentes en Mundo a solas (1950)–, y se sitúa en un interludio pues todavía Sombra del paraíso pervivía en cierto modo en él si bien advertía de una innovadora visión poética pues algunos de ellos ya están escritos entre la terminación del primero y el comienzo de Historia del corazón:
El presente libro se abre con un primer conjunto solidario: Nacimiento último –muertes, es decir, en la visión del poeta, nacimiento definitivo a la tierra–. Esta serie da su título al volumen porque ella lo sitúa, cronológicamente y acaso también con su sentido, en el lugar que le corresponde dentro del trabajo general de su autor. le sigue otra serie, Retratos y Dedicatorias, donde se reúnen algunas expresiones que a lo largo de los años han inspirado al poema movimientos de admiración o de amistad. Más otro conjunto, manifestador de algunos poemas escritos sin solución de continuidad con Sombra del paraíso, todavía en su ámbito, pero cuando tal libro ya se imprimía (…) Falta la indicación, para el que le interese, de que la mayoría de los poemas incluidos, y no solo la serie Nacimiento último, están escritos –aparte algunos retratos y dedicatorias– entre la terminación de Sombra del Paraíso y el comienzo de Historia del Corazón, el último libro, recién acabado e inédito (Aleixandre, 2005: 585).
Aleixandre sigue moviéndose en los dos polos que había configurado en Sombra del paraíso, la vitalidad y energía de la luz y una naturaleza no contaminada por lo inhumano. De ahí que algunos hayan querido reconocer mucha relación con este libro y no una radicalidad extrema con la obra anterior:
La rehumanización que culmina en Historia del corazón podemos, sin reservas, considerarla por añadidura la culminación de un proceso que se inicia, como venimos advirtiendo, en Sombra del paraíso, Leopoldo de Luis señaló, como hemos adelantado, elementos muy claros de la realidad circundante en Sombra del paraíso y, por lo tanto, no es muy partidario y, con razón, de separar etapas. Más bien se trataría entonces de un proceso de humanización previo a la integración de esa poesía en un ámbito social, que se inicia antes de la publicación de Historia del corazón, pero que logra su más clara expresión, como coronación de ese proceso, en el libro de 1954. (Díez de Revenga, 2000: 60).
En Historia del corazón existe un ser humano plenamente integrado en la tierra. Es tierra, aquella arcilla del paraíso:
Hombre que, muerto o vivo, vida hallares
respirando la tierra. Solo, puro,
quebrantando tus límites, estallas,
resucitas. ¡Ya tierra, tierra hermosa!
Hombre: tierra perenne, gloria, vida.
Este hombre del poema es uno con ella. Y la vida en estas inmediaciones tiene la noción de un soplo de viento del Este que en la exaltación sensual del cuerpo parece encontrar la respiración de la existencia, la respiración de esa arcilla, de ese barro que atado al acto de amor procura su existencia: “Siempre atados de amor, sin amor, muertos, / respirando ese barro cansado, ciegos, torpes, / prolongamos nuestra existencia, hechos ya tierra extinta”.
Con Historia del corazón Vicente Aleixandre entra en una profunda reflexión y cambio poético sobre lo que venía escribiendo hasta esos momentos con unos poemas que se fueron gestando a partir de 1945 y hasta 1953:
La soledad y la meditación me trajeron un sentimiento nuevo, una perspectiva que no he perdido jamás: la de la solidaridad con los hombres. Desde entonces he proclamado siempre que la poesía es comunicación, empleando la palabra en ese preciso sentido. La poesía es una sucesión de preguntas que el poeta va haciendo.
Dista bastante la poesía social de Blas de Otero o Gabriel Celaya de la de Aleixandre que sigue conservando en ella temas existenciales permanentes que se venían manifestando desde los años treinta y en la década siguiente con La destrucción o el amor y Sombra del paraíso, donde se produce una humanización manifiesta en ese espacio donde todo va tocando a su fin y donde definitivamente el ser humano ha perdido su vigencia.
El ser nace del silencio y vuelve a este. Hay un ciclo, un final de ciclo que, para Aleixandre, lejos de recurrir a esa tradición española de automoribundia se ratifica en la luz: “En el fin el cielo piadosamente brillar”. No se concibe un ser humano huido o perdido en la sombra. El amor es el único sentimiento que nos acerca a ese panteísmo dominador donde la luz habita el mundo. Pero el poeta es consciente de que esa luz que ilumina el mundo, el amor, no siempre nos permite su cercanía o conquista.
Pero el yo poético que, definitivamente, ha caído en una retórica desesperanzada intuye que por esos derroteros solo se puede llegar a la inanidad y la melancolía y, en un arrebato de fortaleza en la segunda parte del poemario, con “Mirada extendida” se produce un cambio radical de perspectiva. Si la pérdida de amor nos había conducido a la absoluta desolación, el encuentro con el otro, con el todo, con la humanidad conquistada nos conduce por el camino del reencuentro con nosotros mismos, con nuestra identidad y nuestro querer en sí.
Es el descubrimiento de la fuerza que alcanza la mirada cuando deja de ser un acto solipsista para adecuarse al cuerpo del otro. Sabe el poeta que no es bueno quedarse en la orilla y sí encontrarse “en el movimiento con que el gran corazón / de los hombres palpita extendido”. Ha cambiado radicalmente la visión del poeta. El yo poético encuentra en la masa, ese conjunto que define de niños, mujeres, hombres serios… un conjunto social con el que se une y se identifica. Su identidad solo es posible ya en el todo.
Pero la Historia del corazón es también, y fundamentalmente, la historia del tiempo y el sujeto temporal a través de las diversas etapas: la infancia, la madurez, la vejez. Todas ellas surgen en los poemas donde el yo poético toma el punto de vista del observador sentimental para adentrarse en la singladura de la existencia, especialmente manifiesta en el poema “Vagabundo continuo” donde el poeta a través de un plural mayestático en primera persona inicia ese recorrido por el mundo (“Salimos una madrugada, hace mucho”) y nos cuenta la historia de ese trayecto por selvas difíciles donde hay serpientes y poblados y hombres y mujeres tristes que se solazan en la oscuridad, pero hay un espíritu de sacrificio que lo anima a seguir en la aventura y observar al niño que murió o a la madre en “El otro dolor” es rememorada desde un profundo dolor: “Me dueles tú como una pena que mitigase otra pena,/ y solo te siento porque me dueles”.
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