Una mano tendida hacia los otros es la poesía de Vicente Aleixandre (Sevilla, 1898; Madrid, 1984). Si pensamos en poemas decisivos como “El poeta canta por todos”, de Historia del corazón, “Para quién escribo”, de En un vasto dominio o “Las palabras del poeta”, de Poemas de la consumación, estos dos últimos estratégicamente situados en la apertura de sendos libros, reconoceremos que uno de los hilos conductores de la poesía de Vicente Aleixandre es el abrazo fraternal, la comunicación solidaria, como señaló en su discurso de recepción del Premio Nobel: “La soledad y la meditación me trajeron un sentimiento nuevo, una perspectiva que no he perdido jamás: la de la solidaridad con los hombres. Desde entonces he proclamado siempre que la poesía es comunicación, empleando la palabra en ese preciso sentido”.
Paradójicamente el poeta requiere soledad para crear, pero gracias a ella puede tener lugar luego, si hay un buen encuentro, ese abrazo fraternal, esa solitaria solidaridad entre el lector y la obra por el que el primero acaso descubre aspectos de sus sentimientos y pensamientos que desconocía antes de descifrar esos signos. Es el tránsito del “yo” al nosotros”. De este modo la lectura aumenta nuestro ser, nuestra humanidad. Su inimitable estilo se caracteriza por una visión cósmica y telúrica, panteísta, donde Eros y Tánatos conviven a la par, así como por una asunción del surrealismo que no es comparable a ningún otro integrante del 27, con largos versículos de abundantes imágenes oníricas y esas peculiares y ambiguas disyunciones: La destrucción o el amor…
Enfermo desde muy joven, como atestiguaron dos de sus mejores conocedores, Carlos Bousoño y Alejandro Duque Amusco, compuso casi toda su obra en la cama, de noche: “el cansancio se convertía en aliado de su creación al dejar la mente en un estado de espontánea fluidez, entre la semipenumbra de la conciencia”, si bien Aleixandre nunca creyó en algunas dogmas de esta corriente vanguardista, como la escritura automática y la abolición de la conciencia artística.
Aunque afortunadamente es universal, que es el valor más elevado de las artes y las ciencias, su vínculo con Málaga es tan estrecho como íntimo. Primero por esa indeleble huella que recibe de la ciudad en los años luminosos de su infancia. Su primer libro, Ámbito, nace en la imprenta Sur, al cuidado de sus amigos Emilio Prados y Manuel Altolaguirre. En 1952 publicó Poemas paradisíacos en El arroyo de los ángeles, donde confesará: “Sin esa ciudad, sin esa ribera andaluza donde transcurrió toda mi niñez y cuya luz había de quedarse en mis pupilas indelebles… Málaga y sus costas, y sus cielos y espumas y su profunda aura indefinible, fueron existencia del poeta, masa misma de su vivir”.
Antes escribirá Sombra del paraíso, uno de los libros que lo consagra como poeta, y donde se encuentra el que muchos consideran el mejor poema inspirado por Málaga, “Ciudad del paraíso”: “Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. / Colgada del imponente monte, apenas detenida en tu vertical caída a las ondas azules, / pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas, / intermedia en los aires, como si una mano dichosa / te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para siempre en las olas amantes”.
ECOS DE ALEIXANDRE EN ELEGÍA A UNOS BRAZOS
El 1 de Noviembre de 2023, día de todos los santos, fui a casa de mis padres a mediodía. Quería ver a mi madre y recordar juntos a mi padre, ya ausente desde hacía más de cinco años. La encontré semidormida en su butaca de la salita. Le besé con cuidado la mejilla, abrió sus ojos, y la despedí dejándola descansar. No sabía que iba a ser la última vez que la veía viva. Al día siguiente por la mañana, tras ducharse con ayuda, mientras desayunaba, falleció súbita y serenamente. No sé cuántos años he estado preparándome para aceptar su muerte, pero no albergo la menor duda de que muchos. Como testimonio, Elegía a unos brazos, poema dedicado a mi madre que escribí con veintipocos años, y en el que se aprecia claramente esta despedida anticipada:
Elegía a unos brazos
Esta tarde un resol irrumpe y estalla entre los azulejos,
entre los verdes, entre las tonalidades térreas.
Hay una luz irreal, como de recuerdo lejano,
mas aún vivo, tenaz, y flota un aire
transido de luz quemada entre las plantas
del patio que con generosa mano tú cuidas.
Y ahí, sobre la silla amarilla de madera y anea,
tú, muda en tu quehacer, enhebras pacientemente,
de la tarea de agujas e hilos abstraída,
sin consciencia de tu edad y del tiempo
que te va alejando de ti y de los tuyos…
Hasta ti me acerco, también callado,
con la palabra en la mano,
en el gesto difícil y tímido.
Y mi mano por fin te toca, toca tu brazo,
roza tu piel, acaricia tus carnes cansadas,
suaves, blandas, donde mi mano se esconde
y ampara como cuando niño.
Mi mano, en la tarde, extendiéndose por tu brazo,
resbalando, respirando tranquila, retozando de tenerte aquí,
junto a la palma, entre mis dedos,
que abarcan y afirman por entero tu brazo:
lo que eres, lo que has sido,
lo que no podrás dejar de ser: madre.
Este es el secreto que vine a confesarte
en silencio, mediante caricias y gestos,
que las palabras se encogen para decir esto,
que las palabras no saben hablar de afectos,
que las palabras limitan la infinitud del amor…
Y mientras acaricio tu brazo,
mientras delicadamente lo froto,
miro tu semblante, miro tu boca,
tus labios, tu cabellera todavía negrísima,
tus oscuros ojos atentos al quehacer cotidiano,
pero ya emitiendo destellos de gozo,
el gozo de la mano que te afirma.
Lentamente reparo en tus facciones,
en tus manchas y en tus arrugas,
vestigios y surcos que los años levantan
para proclamar la derrota del cuerpo.
Y si te miro distante, no con estos ojos de hijo tuyo,
sino de alguien que ignora tu vida
y observa tu cuerpo semiderruido,
cuánta ternura y piedad puedes despertar en mí.
Eres entonces como un recién nacido,
como una criatura inerme,
como un ser cuya senectud y cuyas húmedas pupilas
parece ensayar a cada instante, con cada objeto,
una cálida y fraterna despedida.
Oh belleza arrasada, oh días juveniles y sonrientes,
¿Dónde estáis? ¿Dónde, dónde estás, dime niña, dime María,
dime dónde, madre?
Dime entre qué gladiolos te alegrabas;
dime entre qué soledades, herida, amabas;
dime entre qué amarantos soñarías;
entre qué visiones, atemorizada, te ocultabas.
Dulcemente estuvieras allí y no aquí
con tanta hermosura dormida ya para siempre
entre estos brazos que levemente
rozo y toco en la tarde de julio.
Para cuando ya no tenga tus brazos, calor de cuna primera,
para cuando no pueda ya tocarlos, rozarlos, acariciarlos,
para cuando repetir ya no pueda esta escena de hijo y madre,
escribo el poema, donde canto y guardo tus brazos.
Antonio Machado declaraba: “se canta lo que se pierde”. Entonces yo –mejor: nosotros– no la habíamos perdido, pero ¿cómo podemos vivir sin anticipar imaginariamente lo que será nuestra vida? Es uno de los rasgos que nos distingue antropológicamente del resto de especies, al menos de manera cuantitativa, la conciencia de la mortalidad. No existiría esa angustia por falta de tiempo si fuéramos inmortales. De modo que siendo joven ya andaba despidiéndome de ella. Según Platón, “filosofar es aprender a morir”, idea que reaparece en las Tusculanas de Cicerón y más tarde en los Ensayos de Montaigne.
Se trata, pues, de una elegía proléptica. El género elegíaco es uno de los más comunes en la literatura española, desde Jorge Manrique a Antonio Machado, desde Garcilaso de la Vega a Federico García Lorca y Miguel Hernández. Con su habitual perspicacia, Borges observó que “con el tiempo, todo poema es una elegía”. Si no me equivoco, se escribe desde esta perspectiva, con el horizonte de la muerte avivando la vida. O por lo menos la poesía que uno escribe oscila por lo general entre la elegía y la celebración.
Cuando lo escribí no era consciente de ello. El proceso creativo anda a oscuras y a tientas de manera inconsciente por galerías subterráneas a menudo indescifrables. Al cabo del tiempo reconozco ecos de otros poetas en mí. Aquellos más nítidos provienen de Vicente Aleixandre. En Sombra del paraíso (1944), quizá su poemario más luminoso y el que, a juicio de críticos como José Olivio Jiménez, impulsa junto con Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso, los nuevos caminos de la poesía española de posguerra, se encuentran dos poemas no muy reconocidos, al menos comparados con “Ciudad del paraíso”, que desde que los leí siendo adolescente por primera vez me alcanzaron: “Padre mío” y “No basta”, dedicados a sus padres. Y, quizá más palpable, “Mano entregada”, de Historia del corazón (1954). Repárese que se cumplen el 80 y el 70 aniversario de esas publicaciones respectivamente.
Estos ecos de Aleixandre en “Elegía a unos brazos” se aprecian sobre todo en la respiración, en el ritmo entrecortado, en la cadencia verbal; en el uso reiterado de adverbios de modo (“delicadamente”, “lentamente”, “dulcemente”: este último presente en el primer verso del poema con el que se abre Ámbito, “Adolescencia”, el más memorable de su primer libro); el uso, excepcional en mí, de superlativos (“negrísima”); el uso, también inusual en mi poesía, de apóstrofes: “Oh belleza arrasada, oh días juveniles y sonrientes”; el uso encadenado de interrogaciones retóricas: “¿Dónde estáis? ¿Dónde, dónde estás, dime niña, dime María, / dime dónde, madre?” Aquí, al igual que en “No basta”, hay un “secreto”.
Quizá una de las principales diferencias es que “Elegía a unos brazos” posee un epifonema más evidente en el último párrafo, los cuatro últimos versos. En cambio, en Aleixandre por lo general es difícil advertir epifonemas, como si la tensión dialéctica no se resolviera y se mantuviera viva. Curiosamente, hace unos días, leí que a la pregunta “¿Por cuál de todos tus poemas te gustaría ser recordado?”, el poeta Rafael Ballesteros respondió que “aún no lo había escrito, y que llevaba desde su infancia pensándolo: pensando en su madre, cuando él, de chico, la miraba hacer encaje de ganchillo, como hipnotizado”. A pesar de la diferencia de generaciones, la escena es casi idéntica a la que recrea mi elegía.
Apelar a lo que puede ser pero todavía no ha sido es una forma de invocar al mito. “La literatura nace y termina en el mito”, escribió Borges. El mito es lo que instaura sentido. Al menos tuve la fortuna de expresarlo y leérselo en vida a mi madre, y de que ella sobreviviese más de dos décadas a estas palabras, que las volví a pronunciar en su despedida, cuando ella ya no podía escucharlas. Asimismo tuve el consuelo de haberle agradecido en repetidas ocasiones el hecho de ser mi madre.
Es obvio que ni los padres eligen a los hijos ni los hijos a los padres. Tal vez sólo el amor retrospectivamente pueda elegir, afirmar el momento, probablemente inconsciente, en el que fuimos engendrados. Pero yo tuve la fortuna de comunicarle a mis padres, junto a mi pareja, que soy razonablemente feliz, y que por ello les agradezco que sean mis padres. Desde luego, siempre faltan cosas por hacer o por compartir. Sin embargo, la ausencia de mis padres es menos desgarradora durante un duelo que no termina –“no quiero que te vayas, dolor, última forma de amar”, escribió Pedro Salinas en otro contexto de amor– gracias a que todo ello quedó dicho entre nosotros.